Que no se malinterprete: estas breves palabras no buscan mi perdón. De hecho, no estoy siquiera arrepentido. Menos aún pretendo hacer gala de originalidad, pues se de otros que se han ocupado ya de argumentar con mayor extensión y elocuencia acerca de la belleza cautivante de un crimen perfecto.
Lo que pretendo es simplemente aclarar que el acto que cometí y, por cierto, disfruté intensamente es normal o, quizás más propiamente, natural. Aunque no se atrevan a confesarlo, todos alguna vez lo han deseado.
Algunos moralistas me llamarán vil, pero lo que ellos consideran vileza yo denomino simplemente instinto. En todo caso, las acusaciones que pudieran ensayar en mi contra no son más que eufemismos, formas disfrazadas de expresar el resentimiento hacia quienes como yo superan el rígido límite de su puritanismo. Lo que ofende, en suma, es mi coraje.
Tampoco me consideren soberbio si afirmo que aquel hecho quedará impune; no lo creo una obra maestra… ¡para nada!, menos aún si, como algunos sostienen, un crimen perfecto es aquel cuyo móvil es inhallable. Asumo que dada mi estirpe debiera ser el primer sospechoso, pero sé también que la confianza que transmito y la afabilidad de mi carácter son acaso mi mejor coartada. Tal vez suene cínico pero me considero coherente, pues nadie puede hacerme responsable por claudicar ante fuerzas que me exceden, que brotan de los rincones más profundos de mi genoma. Si no hay responsabilidad no hay culpa… ¿Por qué debería excusarme?
Se preguntarán el porqué de esta certeza de impunidad: es que conozco la lógica lineal que rige el intelecto de los que forman mi “familia”, si se me permite el término; sé que, cándidos como son, no podrían sospechar que un amigo como yo, de probada fidelidad, sea capaz de un acto como el que cometí, el cual, acepto, les producirá un inmenso dolor. También sé que no me comprenderían aunque hicieran un inmenso esfuerzo.
¿Por qué decidí matarlo? Podría invocar varias razones: su desprecio hacia mi, la obstinada pretensión de interferir en mis afectos o, quizás más fuerte aún, ese odio ancestral que nos enfrentaba. Pero aferrarme a esas justificaciones sería una manera de hacerme responsable, de negar la participación de los factores involuntarios que ya he expuesto con anterioridad.
No recuerdo bien cuándo nació en mí la idea. Recuerdo sólo que al comienzo preferí ignorarla. Pero, como siempre sucede, esa idea, firme y precisa, creció y creció. Incubada en mi interior, se desarrolló con la paciencia larga de una semilla, germinó por fin y me fue envolviendo como una hiedra, aprisionándome, nublando mi entendimiento. Y ya lo ven… soy frágil, lo admito
La descripción del hecho en sí, por escueta, es incapaz de trasmitir su intensidad. Aprovechando un descuido de su celosa precaución lo tomé por sorpresa. Actué con velocidad, con decisión, con una violencia tan precisa que me atemorizó. El pobre intentó resistirse pero fue inútil. Un oscuro frenesí se apoderó de mí y así sentí cómo crepitaban bajo el peso de mi musculatura los breves estallidos de sus huesos. Un arcaico placer me envolvió como una nube narcótica, pude percibir los últimos estertores de su respiración y, tiempo después, sus últimos latidos agónicos. Allí, ante el sangriento resultado de mi ataque no sólo me fue dado experimentar la satisfacción del cazador ante su presa: algo más primitivo festejaba en mi interior la victoria de ese viejo antagonismo.
No fue difícil esconder las pruebas; el cuerpo inerte fue oculto bajo tierra en un sitio distante de mis dominios.
Quizás descrean de mi capacidad para disimular luego de un crimen tan atroz: se engañan… todos somos capaces pues, como argumenté antes, el asesinato es parte de nuestra naturaleza.
Fue fácil fingir cuando todos volvieron. Mientras se preguntaban por la desaparición del aquel horrible felino yo simplemente les demostré una vez más mi fidelidad, ladrando tontamente a su alrededor y moviendo mi cola como de costumbre.