La mesa que habíamos escogido, la más escondida, estaba coja. Los cafés se enfriaban bajo nuestras miradas. Quería decirle tantas cosas después de todos aquellos años sin vernos… Pero sólo supe hablarle de mis viajes; desde hacía ocho años mi trabajo consistía en escribir guías. Le describí los distintos matices que tiene la piel de los negros del África central, desde el ceniza hasta el azulado. Le hablé de Petra, del embrujo de la luz sobre la piedra, allí donde las sombras se convierten en agujeros. Le describí Nueva York en invierno, el abrigo y el gorro de piel que me había comprado, mis paseos hasta una pequeña librería en la que los libros escondían entre sus páginas mariposas viejas. Le hablé del peso de la sombra de los rascacielos sobre mi cabeza y cómo era capaz de sentir la humedad de las alcantarillas en los tobillos. Cuando dejé de hablar, me sonrió. Sus labios gruesos, un diente ligeramente torcido, la barbilla redonda, tierna, como una fruta. Verónica siempre había pertenecido a ese tipo de personas que asisten a hechos terribles sin soltar una lágrima, o que introducen pensativas la mano en la piscina antes de tirarse de cabeza. Era su turno. Pero en lugar de hablar, simplemente estiró sus brazos sobre la mesa, hacia mí. La observé sin entender qué hacía. Lentamente se levantó las mangas del jersey que cubría sus muñecas y me mostró su piel. No hicieron falta palabras; allí estaban aquellas antiguas marcas, las cicatrices de los pinchazos. Ese y no otro era el resumen de todos sus viajes. Tragué saliva, mientras rozaba con la yema de mis dedos sus antiguas heridas. Y en ese momento de vulnerabilidad deseé cuidar de ella el resto de nuestros días.