Malai Buntham salió de su Tailandia natal con catorce años; Jiyu Wok de Corea con quince. Ya en Europa, tras un azaroso periplo -hay que poner “azaroso periplo” en todo relato de emigrantes transfronterizos-, acumularon tantos amantes como quisieron gracias al dominio de sus respectivos suelos pélvicos y variadas técnicas sexuales -la del carrete, entre otras-, para solaz de sus conquistas. Pero, ante todo, el control “nivel Dios” de su poderosa musculatura vaginal les permitió abrirse camino en el mundo de la farándula de los tugurios tristes. Ya ha llovido mucho desde aquellos shows bizarros de lanzamiento de pelotas de ping pong que les reportaron una fama llamativa y efímera como la eclosión de una botella de cava barato. Jamás han renegado de su pasado ni han renunciado a un futuro. Introdujeron en su espectáculo diálogos, que desde el principio fueron bien recibidos porque Jiyu tenía una habilidad innata para la comunicación y sabía dotar a sus historias de las correctas dosis de ironía, picardía o emoción. Pasaron a actuar en bares y pequeños locales. Más tarde llegaron los números musicales. La voz ligeramente ronca de Malai y su personal vibrato conquistaron a la concurrencia. Malai “guirnalda de flores” es nostálgica y a veces juguetea con la posibilidad de volver a Bangkok; Jiyu “mujer valerosa” se dejaría pelar la piel a tiras antes que regresar. Se han hecho un nombre, tienen caché. Allá donde van el público las reconoce como las de la versión de Lily Marlen. Ellas cuentan a modo de prólogo la historia de esa composición, su progresivo éxito, cómo curiosamente terminó siendo adoptada como canción de cabecera por las tropas de bandos enfrentados en la segunda guerra mundial. Con la ampliación de su repertorio han llegado los locales de conciertos y salas de espectáculos de aforo medio.
El día comienza a clarear. Han terminado en una discoteca a las afueras. Y caminan por una comarcal de Zamora, hacia otro bolo, hacia el devenir, con paso firme y su equipaje siempre hecho, siempre a medio hacer.