Así pues, con los parabienes de mi padre y los consejos de mi madre, así como las pesetas para ir tirando el primer mes, fui despedido con lágrimas maternas en el autobús que me llevaría a Valencia. Mi padre, tan previsor como siempre, ya había acordado con la patrona de la pensión Turia el precio mensual por una cama en una habitación que compartiría con otros tres estudiantes y por el lavado de la ropa. Nuestra familia no estaba boyante precisamente de dinero, así que ir a un colegio mayor era algo impensable; algo sólo al alcance de las familias más pudientes.
Las primeras semanas en la Facultad de medicina fueron de acoplamiento. De entre mis compañeros de cuarto, sólo Ramón Riutort era alumno de medicina y también era su primer año. Ramón era alegre, despreocupado y arrastraba con él un aire tan pícaro como el mío. En seguida congeniamos y cada día acudíamos juntos a comer en el comedor del SEU, el Sindicato de Estudiantes Universitarios. Allí, por muy poco dinero, se comían tres platos en un autoservicio, cosa novedosa para la época. El ambiente era estudiantil y divertido, con frecuentes chanzas a uno y a otro que aderezaban las comidas y que nos consolaban de la prohibición de tomar vino u otros licores –bebidas del diablo– en aquellos comedores. En primer curso sólo había cuatro asignaturas, así que, en seguida supe dónde y a qué horas se impartían las clases. Durante los primeros días asistí con regularidad y conocí a mis nuevos profesores. Tras tomar nota de la bibliografía que nos recomendaron, pedí a mi padre las mil quinientas pesetas para poder comprar los libros. A la vuelta de correos, éste me envió trescientas, con una nota que decía: “Haz buen uso del dinero que te sobre”. Entendí rápido el mensaje, así que, a lo largo de toda la carrera, sólo compré un libro, en tercero. Y éste, de segunda mano. Mis estudios habrían de ser a base de apuntes y, en caso necesario, haciendo uso de los escasos ejemplares de la biblioteca o pidiéndoselos prestados a algún compañero.
Como nuestros medios económicos eran muy escasos y, tanto Ramón como yo, éramos amigos del buen vino y de la alegría que éste trae al corazón del hombre, parte de la asignación la dedicábamos a la libación del exquisito néctar en las baratas tabernas estudiantiles. A los pocos días de comenzar el curso descubrí, no solo que las clases eran un tostón, sino que la Universidad tenía poco que ver con los internados en los que había pasado los tres últimos años. Aquí no había ningún control de asistencia ni de ningún tipo. Aún sin haber cumplido los dieciocho, me encontraba con total libertad, lejos del control parental y en una ciudad nueva llena de alegres tabernas y hermosas jóvenes que tenía que conocer, así que me levantaba tarde y entretenía las horas hasta la comida paseando a mi aire y conociendo la ciudad. Tras comer junto a mi inseparable Ramón y quedarnos charlando con otros amigos en el comedor hasta bien entrada la tarde, luego nos dedicamos a pasear por las alamedas lanzando sonrisas y requiebros a las chavalas y, tras la cena, nos empleábamos en conocer el ambiente nocturno y tabernario, ilimitado para alguien que, como nosotros, sólo conocía la tranquilidad de un pueblo y de una pequeña capital. Lamentablemente, ya a finales del segundo mes, cuando el caudal de la asignación de noviembre y el extra de los libros se habían agotado, nos encontramos con el contratiempo de que, si queríamos comer, no nos alcanzaba el dinero para el vino y las francachelas. Tomamos una decisión salomónica. La última semana de cada mes compraríamos un solo tique semanal y compartiríamos la comida del SEU, adonde nuestros pies se dirigían cada día a las dos y media de la tarde en punto, con la regularidad de un reloj suizo. Lo ahorrado así, nos permitiría seguir disfrutando esos últimos días del mes, aunque de modo más moderado, de nuestros caldos tabernarios. Así pues, como se hacía cada semana, el lunes compramos los tiques para toda la semana para un único comensal y Ramón los guardó en su bolsillo. Cuando a las dos y media me presenté en el comedor, grande fue mi sorpresa al no encontrarlo allí. Tras esperar quince minutos su atípico retraso, pregunté por él a los compañeros junto a los cuales nos solíamos sentar. Para mi pasmo, me contestaron que Ramón había acudido como cada día, pero a la una y media. Salí como una exhalación hacia la pensión Turia y, al preguntar a la patrona, ésta me dijo que sí, que Ramón había llegado hacía un rato y que le había dicho que subía a la habitación a echar la siesta. A grandes zancadas, subí y al abrir la puerta me lo encontré, en efecto, dormido como un bendito sobre su cama. Sin miramiento alguno, lo zarandeé y, en cuanto abrió los ojos, le espeté: ¿Por qué no me has esperado para comer? Ramón, con la falsa ingenuidad de un Henry Fonda, me contestó: Claro que sí. Te esperado un cuarto de hora, hasta las dos menos cuarto, pero como no venías, he pensado que comerías por ahí. Al punto, dibujó una sonrisa que me daba a entender con claridad meridiana que me había tomado el pelo como a un párvulo. A punto estuve de cruzar los puños con él, pero enseguida me calmé. El muy pícaro me la había jugado, pero ya no tenía remedio. Ya le devolvería la broma en algún momento. Eso sí, a partir de ese día y durante todo el tiempo que tuvimos que seguir aquella dieta de fin de mes, todos los tiques se partían por la mitad y cada uno guardaba una de las dos mitades. Así no se volvería a producir ningún “malentendido”.