Todos en el refugio intentan mantener el silencio. A veces algún niño gimotea, y su madre o abuela le abraza y sisea en la oreja, meciéndolo con prisa incomoda y una carga de plomo en la mirada. Aunque algunos roncan, la mayoría de los que allí se encuentran no pueden dormir y tan sólo lo fingen. Es la mejor manera de no ver la realidad que se les cierne; así no tienen que asimilar las miradas de miedo y los gestos de desamparo en una atmósfera preñada de resignación y fatalidad. Cuando la vida se te revuelve y tu mundo se desangra ante tus ojos, lo mejor es cerrarlos, y creerte que ya estás muerto. Te aseguras así que nada más puede hacerte daño.
El oscuro sótano rezuma humedad y olor a urea, y el goteo de las filtraciones de lluvia, mezclado con el óxido de la estéril caldera, recuerda ramificaciones de sangre; como raíces de árboles de camposanto que para saciar su sed, rodean con sus dedos pilosos los cuerpos yermos de los cadáveres. La exigua luz de la estancia brota de las unas pocas lámparas de queroseno, que matando el oxígeno impregnan el ambiente de un bituminoso olor a hidrocarburo quemado, con un humo tan denso y tan negro como el porvenir que acecha a los supervivientes de las cuatro plantas del edificio. En total unas dieciséis familias deshilachadas. Esas pusilánimes luces, en su crepitar agónico, dibujan sobre las paredes un grotesco teatro de sombras chinescas, con tétricos personajes de cabezas gachas, bocas apretadas y hombros encogidos. La de veces que los jóvenes que ahora sufren en los campos de batalla, quisieron tirar esas lámparas a la basura; deshacerse de los infiernillos de gas y de las gruesas cacerolas para calentar al fuego, que sólo ocupa espacio en los trasteros. Y la de veces que los abuelos porfiaron con vehemencia por conservarlos, con las monsergas que arrastran los viejos de todas las épocas y culturas...que si nunca se sabe...que si hazme caso...que si yo ya he sobrevivido al padrecito Stalin y a toda una guerra mundial… Y así de nuevo esa pesadilla recurrente, les vuelve a explotar en la cara literalmente. Aquellos que sobrevivan, esos que han dejado de ser jóvenes de golpe, repetirán los mismos soniquetes, las misas retahílas a generaciones futuras, si es que éstas llegan a existir.
Hasta ayer llevaban vida normales, y eran felices sin saberlo; hoy han despertado en un mundo sin electricidad, sin agua corriente ni comida en el mercado; sin farmacias abiertas, sin policías en las calles ni médicos en los hospitales; y sin un sistema garante que les saque de una ciudad abierta en canal, que se sigue desangrando cada tarde, tras cada programado ataque.
Empieza otro bombardeo. Los misiles hipersónicos Iskander rasgan el cielo, dejándole al azul purísima una cicatriz argéntea con su ojiva termobárica. Surgen varios a la vez, en paralelo, como manadas de lobos, y entonces truenan como si el Leviatán rasgase con sus uñas las vestiduras de una doncella mártir, entregada al sacrificio. Tras unos segundos de tupido silencio, la ciudad retumba y los edificios colapsan o se resquebrajan. La tierra entonces se queja, resintiéndose en bronca vibración, que se atenúa gradualmente en espera de otro, y luego otro, y otro más… Macabro sorteo en el que nunca se sabe cuál va a ser el próximo maldecido por la suerte, la próxima víctima de esa enorme ruleta rusa.
El ataque hace que los niños pequeños se agarren aún más a sus mayores o a otros críos, a cada trueno del misil que explota. Las emociones se contagian. Y en especial el miedo. Esa explosión ha sido cerca. Todo vibra. Del techo cae polvillo de hormigón, que rápidamente es inhalado por la acelerada respiración de los que allí se hacinan. Uno de los niños más mayorcitos se revela contra ese bloqueo, contra esa rigidez de sus miembros, y se levanta. Hay que enfrentarse al miedo, eso le dice mucho Vanko, su hermano mayor que ahora está en el frente, luchando junto a las milicias, no muy lejos de allí. Realmente Vanko lleva muerto unas horas, pero aún no lo saben ni su madre ni sus hermanos. Su padre sí. Estaba junto a él, y es el que ha tenido que recoger sus trozos.
Inspirado por su hermano, el niño se levanta y se pone a escribir con un tizón en la pared hasta que su madre le amonesta, y le obliga a volver de nuevo a abrazar a sus primos pequeños. Obedece a su madre, pero lo hace sonriente y orgulloso. Ha podido terminar de escribir la frase.
Al fin, tras otra noche de ataques constantes, amanece en la ciudad sitiada que acaba de caer casi en su totalidad. Una unidad mecanizada avanza ruidosamente por la avenida principal, en una zona que hace poco fue residencial y que ahora aparece arrasada hasta los cimientos. No se acercan a los edificios, ni se quedan parados demasiado tiempo si no cuentan con la protección de los helicópteros. De noche ni siquiera habrían intentado entrar. La guerra urbana siempre es mala para las unidades acorazadas, y tras semanas de guerra, la experiencia en sus carnes les aconseja que no se confíen demasiado. Cuatro viejas sobre una mesa, con una buena colección de botellas vaciás de gorilka, unas cuantas cortinas viejas y 40 dolares en gasolina, son capaces de fabricar suficientes cócteles molotov como para destruir varios T-90 de última generación, valorados en 2,3 millones de dólares cada uno. Y de camino freír vivas a sus tripulaciones. Y todo ello en lo que se tarda en rezar un Credo, o freír un huevo.
Los tajos a cuchillo que la artillería ha dejado en las grandes tartas de los edificios, muestran por estratos la variedad y riqueza de los que allí vivían, sacando a la luz tesoros ocultos y secretos e intimidades ahora desvelados. Se pueden ver las habitaciones de juego de los más pequeños de la casa, los vestidores con la ropa colgada y los salones con recuerdos acumulados durante toda una vida, por aquellos que ahora lo han periodo todo. Mesas puestas, crucifijos ortodoxos en las paredes o fotos enmarcadas de novios, presiden recibidores y estancias, donde familias completas han celebrado la Pascua, la graduación de sus hijos o las pedidas de mano; bibliotecas repletas de libros que no volverán a ser leídos, secretos de alcoba que no serán recordados, o televisores rotos que no volverán a agrupar a los padres con sus hijos, para ver un campeonato de fútbol.
Los soldados invasores pasan frente a estas radiografías de sus enemigos, y demuestran con su fría pasividad que todo aquel castillo de arena que están desmoronando les es indiferente. Al fin y al cabo, simplemente están haciendo su trabajo. Y por todos está asumido que los peores trabajos siempre se los encomiendan a los militares. O quizás esa actitud distante sea el bicarbonato que en grandes dosis necesitan para poder digerir tantísima carne cruda. Cada uno sobrevive a la vida que le ha tocado en suerte, de la mejor manera que sabe. Si no, siempre estarán los compañeros veteranos de las guerras de Afganistán, Georgia, Chechenia o Siria, para dar sabios consejos de cómo volver a casa, sin que se note demasiado que se han vuelto locos.
Un pequeño convoy cruza por una zona muy castigada, y desde su posición apuntan a ver como uno de los sótanos ha cedido al peso de los escombros, bajo lo que fue un pequeño edificio de unos 4 ó 5 pisos. Aún humea, pero ya se siente al pasar cerca el inconfundible olor dulzón de la muerte en el aire. Es una zona despejada, así que el jefe de sección que comanda el pequeño grupo de cuatro vehículos pesados se arriesga a echar un vistazo. Algo ha llamado su atención.
Parte del pilar central aún se mantiene en pie, dentro del socavón que el misil ha abierto, justo al lado del edificio. En la pared pegada al pilar, con párvula letra, aparece escrito en negro y en letras grandes:
El jefe del blindado le pregunta al interprete qué dice la grafía.
Éste se lo traduce.
-Hay tanto humo que Dios ya no puede vernos-
El subteniente Misha Sokolov, jefe de sección de infantería motorizada, no tiene tiempo para enternecerse.
-Quizás eso lo explique todo.
La tripulación se ríe.
Ordena al conductor que prosiga el avance. El vehículo rebrinca con sus 510 caballos, zarandeando bruscamente a la tripulación del BTR 90, que se aleja del lugar dejando una nube de diésel quemado en el aire.