No hay mejor arranque para cualquier historia, y para esta en particular, que el que encabeza las rondallas mallorquinas: “Esto era y no era”…
Lo que Esther Zorrozua nos narra en su espléndido “Archipiélago Bidasoa” ocurre en un mundo de ficción literaria, pero podría pasar en el nuestro, en el de todos y cada uno de los lectores, acostumbrados a bracear en las antípodas del heroísmo. ¿Cómo explicar la fecunda historia de la miseria económica y moral de un país, la precariedad – en todos los sentidos- de esa generación que ronda la treintena y vive inmersa en la incertidumbre aspirando a cubrir gastos sin dejarse el corazón en el intento? Nos enfrentamos aquí a la lectura de una novela coral y viajera, donde la protagonista comparte sus días con una serie de personajes secundarios que le sirven de espejo, que alimentan, y muy bien, sus pensamientos, vivencias y certezas. Nombres todos poco comunes que, como Ariana, comparten con el lector una desazón vital no del todo falta de esperanza. En algunos momentos de su viaje, interior y también real a través de la hermosa geografía de Francia, esta mujer mal amada, mal alimentada y corajuda, nos sugiere la existencia de personas que, marcadas por una sensibilidad especial y con clara conciencia de su contingencia, toman decisiones radicales, avanzan, viven sin llegar a comprometerse con nada ni con nadie, ni siquiera con ellas mismas.
Algo tiene esta chica que nos cautiva, que nos obliga a descartar que tenga una tara aunque su comportamiento nos desconcierte. Mediado el libro, entendemos que es una víctima más de una generación perdida o como mínimo diluida. Sin estridencias, Ariana nos conducirá de pareja en pareja; hombres en los que no encontrará seguridad ni estabilidad, ni siquiera amor o pasión en sus mejores momentos. Los abandonos no se viven con dramatismo, sino como algo inevitable en su errante periplo de superviviente.
La prosa de Zorrozua es rica y colorida sin pecar de pedante, y nos obliga a subrayar párrafos enteros, páginas enteras que nos hacen plantearnos, con morbo, si nos está hablando de sí misma, chapoteante entre la frustración y el desencanto, o si interpela al lector directamente. Así las cosas, se agradecen mucho las maduras aportaciones de la tía Chantal, espejo en el que Ariana se contempla, y el intento por deshacer nudos familiares,- con desaparición incluida-, que sirven de pantalla para reconocer esas debilidades, silencios, malentendidos y enfrentamientos que todos los clanes guardan en la trastienda.
No todos los viajes implican un retorno. La dispersión de los parientes a ambos lados de la frontera vascofrancesa es una buena motivación para una huída hacia delante (me niego a desvelar los motivos, porque en muchas páginas los motivos son o bien circunstanciales o irrelevantes) que nos lleva a conocer ciudades que raramente aparecen en los libros de geografía y que, personalmente, agradezco en su papel de telón de fondo.
No quiero destripar la novela puesto que vale la pena leerla, pero sí puedo advertir que en ella aparecen novios insuficientes, salarios insuficientes, el loco embarazo gemelar de quien nunca deseó ser madre y sin embargo… ni el sexo ni el amor ni la maternidad son los puntales de este edificio. ¿Lo es la lealtad mal entendida? Digamos que nos encontramos ante un mapa de posibilidades que nos incita a mirar y a sentir diferente.
Los principales enigmas del mundo pasan a un segundo plano en la buena literatura, que no pocas veces orbita alrededor de lo cotidiano. Y en lo cotidiano apenas hay espacio para celebraciones. Con los recursos de composición y estilo de esta escritora madura en su escritura y vivencias, y muy lejos de artefactos literarios rupturistas, sólo nos queda disfrutar de un relato que podría resumirse así: aprender a vivir es un asunto tan incómodo, una tarea tan compleja, que nos ocupa toda una vida y nos invita a ponernos de parte de los perdedores.