En estos tiempos líquidos donde casi todo es imprevisible y apenas tenemos algunas certezas a corto, medio y largo plazo, siento una desazón extraña, inquietante cuando compruebo qué dependientes somos, soy, de la tecnología en la vida de todos los días.
Ya los éramos con la televisión que dirigía nuestros momentos de ocio, información y entretenimiento masivo ante las 625 líneas, las lavadoras, microondas, vitrocerámicas, lavavajillas y el coche, el tótem de la so(u)ciedad del neocapitalismo y el consumo. El revolucionario invento que elevó nuestro estatus económico y social de familias e individuos, signo de ascendencia y progreso, de poderío, espacio de libertad para cumplir nuestros sueños más allá de los espacios limitantes.
Desde hace un tiempo, la tecnología digital se ha erigido en dueña y señora de nuestras vidas; el ordenador, la tablet, el móvil, el iphone y sus tentáculos han invadido todos o casi los rincones de nuestra intimidad. A través de las redes sociales aportamos de continuo datos y empresas de todo tipo saben qué pensamos, comemos, soñamos, esperamos, nuestras opiniones sobre multitud de cuestiones y les hemos entregado la batuta de nuestra libertad hoy ya condicionada.
Un ejemplo terrible y reciente: hace escasas fechas en un accidente desafortunado se cayó mi móvil al agua y al poco dejó de funcionar. Entré en estado de inquietud y ansiedad. Con este cacharro trabajo y guardo demasiadas cosas. Como si perdiera parte de mi mundo: teléfonos, fotos, perfiles, correo electrónico, wasaps. Un universo de referencias que temí seriamente perder. Lo reconozco: entré en pánico creciente. El temor a perder un universo de espejos sacudió mi ser. La dificultad que tengo de adaptarme a estos aparatejos si tenía que comprar otro.
Unos magos del mundo internáutico obraron el milagro y gracias a sus conocimientos tecnológicos recuperaron el móvil y no perder nada de lo que allí guardo. Más cercano aún: no podía cargar la batería del dichoso aparato y tuve que correr otra vez de urgencia a mis salvadores y pudieron otra vez deshacer el nuevo entuerto. La zozobra me visitó otra vez. Al final el problema no venía del cable del cargador, ni de conexiones internas dañadas sino de la cabeza del alimentador de energía.
Sentí en las dos ocasiones, como una desconexión, un romper mi cordón umbilical con el mundo, una suerte de desamparo con el exterior, un adiós digital con mis semejantes. Sentí que soy demasiado dependiente de la tecnología. Que las redes, los logaritmos y las aplicaciones ya forman parte necesaria de mi vida y soy un nomofóbico y les puedo asegurar que no me gusta nada de nada.
Esta sensación de ser un náufrago tecnológico también la viví en los tiempos duros de la pandemia y el confinamiento cuando estuve aislado y solo en mi casa. Intuía y viví que llamaría más que me llamarían y así fue. Saber cómo estabas, cómo te encontrabas, cómo lo llevabas.
El ordenador, el móvil, la televisión, mis libros y la escritura fueron mis compañeros ante esta soledad impuesta y estar conmigo mismo como una forma definitiva de firmar mi pax interior. Con el hombre que siempre va conmigo y caminará hasta el final.
Esta dependencia de la tecnología me preocupa cada día más. Un técnico en la materia comenta que ya hemos llegado al Big Data, a la interpretación de la realidad a través de datos que facilitan las máquinas y a la Inteligencia Artificial (IA). Las máquinas, los ordenadores, los sistemas informáticos ya pueden generar procesos de trabajo y programación a través de su propio funcionamiento sin necesidad de intervención humana. Recuerda a algunas películas con sesgos inquietantes, incluso apocalípticos.