Toda pasión humana tiene su traidor,
no necesariamente sobornado
por treinta
siclos homicidas
–la cifra exacta del precio
de un esclavo muerto–
para perder el cielo
o ganar a fuerza de besos
(proverbiales)
el infierno.
Mas tal traición, oh Elías,
es un carro de fuego en ruta al infinito
después de recoger en gemidos
y arrepentimientos
la cauda vengativa
con la que están construidas
las viejas profecías.
Tras la traición de Judas
Caín resucitó,
Moisés conduce un éxodo
de hormigas alfareras
a través de un mar Rojo de inquina
enjugado tan sólo
por las bondades nimias
del paño de Verónica,
y José ya no tiene en adelante
más que sueños impúdicos
con terneras
de ubres rebosantes.
Pilatos –el político–
acaba de inventar la luz ecléctica
con ascuas apagadas de este incendio
más una cruz siniestra
con el marbete INRI
en el testuz,
mientras Caifás lava sus manos
de falso sacerdote
en la sangre naciente de un Mesías.