La caja era de mi abuela, apareció en la habitación de mi madre.
Aprovechando la ausencia de ellas, me dediqué a mirar en su armario.
Estaba escondida entre la ropa de color que ya nunca usaba. Me extrañó mucho verla allí, ya que mi abuela siempre le preguntaba si la había visto, y mi madre se lo negaba una y mil veces.
La caja era de latón, redonda. Unos claveles rojos medio desdibujados presidían su tapadera.
Cuando me dispuse a abrirla, me sobresalté. Ellas entraban ya en la casa, oí las llaves, corriendo me fui a mi habitación y la guardé bajo mi cama.
Cuando salí al pasillo, estaban allí, plantadas como espectros, con sus caras de amargadas. No repararon en mi presencia, como últimamente era lo habitual, desde que mi padre y mi abuelo nos habían abandonado aquejados de una fulminante y extraña dolencia que ni los médicos acertaron a diagnosticar. En casa reinaban los silencios, y a veces los gritos. Las ventanas no se abrían, la helada oscuridad envuelta entre sus ropas negras me causaba escalofríos.
Regresé a mi habitación, rescaté la caja y la puse entre mis rodillas. La abrí cuidadosamente, dentro de ella había una bolsa de terciopelo rojo con algo en su interior. La saqué y coloqué sobre mi almohada. Miré nervioso hacia la puerta por si entraban, dentro había una botellita de cristal, con un líquido extraño y una palabra escrita, CANTARELLA.
En un primer momento la musicalidad de la palabra me sugería un espirituoso agradable, pero consciente de mi desconocimiento del término tomé rápidamente el diccionario y mi sorpresa iba en aumento conforme avanzaba en la lectura de la definición: Cantarella.- Dícese del veneno inodoro, incoloro e insípido que sin dejar rastro era usado en la Italia renacentista como instrumento de asesinato en las intrigas familiares de los Médici y los Borgia.
Dejé de leer. Temblaba, sudaba, el corazón me latía galopando, me costaba asimilar lo que en ese momento rondaba por mi cabeza.
Abrí la puerta, sigiloso las oía cuchichear en la habitación de mi abuela, la casa olía a comida. Entré en la cocina, sobre el fuego había una olla con algo calentándose, apresuradamente levanté su tapadera y vacié todo lo que acababa de descubrir dentro de ella.
Corriendo me dirigí hacia el patio a alcanzar la puerta que daba a la calle, antes de abrirla grité: «No me esperéis a comer, empezad sin mí». Di un portazo que hasta me dolió, y corrí sin rumbo cierto hasta que mi respiración se entrecortaba. Paré un instante, y cuando noté que el sol acariciaba mi cara, miré hacia el cielo y entre lágrimas esbocé una sonrisa.