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ISSN 1989-4163

NUMERO 123 - MAYO 2021

 

Verde Pez Burbujeante

Ángela Mallén

De: Entretanto, en algún lugar. El Desvelo Ediciones, 2020. https://eldesvelo.es/producto/entretanto-en-algun-lugar/

Fue justo aquella larga noche de finales de junio cuando sentí la llamada del mar. Si esto te ocurre, y ocurre pocas veces, es prácticamente imposible ignorarlo. Quien haya pasado por esta situación, me comprenderá.
A pesar de mi carácter taciturno e irresoluto, en cuanto amaneció -era un día de cielo limpio como si la creación acabara de estrenarse en exclusiva para mí-, me puse manos a la obra: preparé un par de bocadillos de queso con tomate, un par de piezas de fruta bien lavada y un botellín de agua fría. Lo puse todo dentro de la nevera pequeña y me fui andando hasta el puerto. No llevaba móvil ni otras zarandajas; sólo íbamos mi neverita y yo. La casa de alquiler donde estábamos pasando el verano no quedaba lejos del embarcadero, a unos veinte minutos a pie. Aquella era una zona muy turística, donde podías encontrar pintorescos pueblos con sabor medieval para dar paseos placenteros y calas paradisíacas donde tomar un buen baño tranquilo. Eugenio y yo solíamos recorrerlas por las mañanas, bien temprano, o ya a la caída de la tarde. Todo el santo día íbamos en bañador. Yo llevaba un pareo como máxima indumentaria, y el sombrero para proteger la cabeza. Unas vacaciones como es debido.
Cuando llegué aquella mañana al embarcadero, estaban los pescadores preparando sus barcas y aparejos. Yo no tengo idea de las artes de pesca, como tampoco me interesa nada que tenga que ver con la caza. No me gustan los ojos alerta de los cazadores ni las manos rudas del pescador. Procuro ahorrarme el olor de la sangre y la mirada muerta de los animales.
A un extremo de la escollera, en la parte pedregosa de la playa, cerca ya de la zona de baño, me llamó la atención una barca pintada de azul y blanco que, de alguna manera, parecía esperarme a mí. Pregunté por allí de quién era, pero nadie parecía saberlo. A los pescadores les había pasado desapercibida y a los estibadores les daba todo lo mismo.
Desistí de seguir preguntando y, en un arrebato de osadía -cosa completamente nueva en mi repertorio de comportamientos-, la tomé prestada. No me costó arrastrarla hasta el agua y comprobar enseguida que estaba dotada de remos y de un pequeño motor de los llamados fuera borda.
Subí en la barca y empecé a remar con toda la cachaza mar adentro. El agua parecía una plataforma de acero líquido y el sol ya había dado sus primeros pasos sobre el horizonte. Cada vez que los remos se introducían en el mar era para alejarme unos metros más de la costa. Siendo la costa Eugenio, los pescadores, los turistas, los pueblos medievales, los paseos por tierra firme con mi pareo, el vermú de las doce, las llamadas de mis familiares y amigos enfermos, eufóricos o deprimidos. Y, todavía más allá de la línea de la costa, se extendía un mundo detenido y sólido que no obstante se disolvía en el malestar y en el sinsentido.
Por cada milla marina se desdibujaba una fracción belicosa del lejano mundo, los individualismos exclusivistas, la sobreabundancia de imágenes fugaces, la velocidad superior a la capacidad de procesamiento, la crisis económica, la guerra de Siria, la tragedia de los refugiados, el asunto de los paraísos fiscales, la globalización, la revolución de las nuevas tecnologías, las crisis de pareja, las luchas fraternas y las campañas electorales.
El sol me incendiaba la cabeza y se me había olvidado el sombrero. Estaba a merced del sol y del agua. Entregada a ellos. Dispuesta para una nueva relación con los elementos. Por el momento parecían aceptarme, aunque de no haber sido así, qué podría importar. Yo era una infiltrada en una diminuta coordenada geográfica. Como siempre. Como antes. Como toda la vida.
Llevaba ya tiempo remando, y lo único que cambiaba era el tamaño de la costa, ya casi devorada por la lejanía. El mar era todo lo que quedaba en mi vida. En tierra firme, me encontraba al alcance de una casuística múltiple: te llaman, te abordan, te hieren, te salvan, te engatusan, te aman, te repudian, te atrapan, te absuelven, te ocupan, te abandonan. Pero en medio del mar, sólo podía morir o salvarme. Ser o no ser.
Sentía la cabeza ardiente, aunque lúcida. Y la paz, aquella paz que me invadió alrededor de la media tarde, cuando el mar en silencio decidió acunarme y el sol teñía de anaranjado el principio del cielo, aquella paz era mejor que la alegría, mejor que el orgullo, mejor que la complacencia y mejor que la exaltación. 
Entonces fue cuando saltó a mi barca el pez verde. Verde como la hierba fresca. Verde como una esmeralda y como la manzana Granny Smith. Saltó dentro de mi barca el pez verde y no dejaba de coletear. Era estupendo tener un compañero a bordo, y así se lo hice entender.
- Qué buena experiencia es ésta para compartirla con alguien, le dije. Has elegido bien el momento de saltar a mi barca.
- El momento no lo he elegido yo - dijo el pez mediante un par de burbujas, puesto que los peces no hablan. - No lo he elegido yo, sino tú.
- Yo no he sido. - Repliqué en voz alta.
- Por supuesto que has sido tú, insistió el pez burbujeante. ­- Un pez verde, al igual que una paz auténtica, no puede atraparse, sino experimentarse.
- Si no hay sensación de paz auténtica, ¿no hay pez verde?
- No hay pez sin paz.
- Eso que dices parece una tontería. Pero es profundo como el mar, Pez verde.
- Lo sé.
El pez verde y yo pasamos la tarde juntos. Además de describirme el sosiego del elemento acuático, me habló de la violencia que conocen también los seres marinos y del dolor que dejan en el agua los pobres navegantes hacinados que buscan una casa donde no haya miseria ni guerra. Me habló de lo que significa estar despierto en mitad del océano cuando ninguna tierra a la vista es la tuya. Hablaba el pez verde mientras me miraba con un ojo y después con el otro. Quizás le gustaba ver como caían mis lágrimas y formaban para él un pequeño lago salado.
Cuando el sol empezó a languidecer al otro lado de la bahía, sentí la llamada de la tierra. No era un canto de sirena como el de la noche anterior, sino una voz firme, amonestante y cariñosa como la de Eugenio. Tiré de la cuerda del motor fueraborda, como había visto hacer en innumerables películas, y la barca corrió por el mar como un conejo por la pradera hasta la madriguera de la costa. Mi vida ya era otra.
El pez verde saltó también a su hogar, no sin antes mirarme por última vez. Vidriosamente. Con uno de sus ojos redondos.
-Ahora sí que te has puesto morena, dijo Eugenio al verme llegar. -Estarás contenta.

 

 


 

 

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