El adquirir la costumbre pasear a primera hora de la mañana por la ciudad, cuando el ritmo de la misma aún es pausado fuera de las principales vías automovilísticas, tiene varios efectos positivos. Uno para la salud. Ya sabéis, “quien mueve las piernas, mueve el corazón”. Otra de índole psicológica. Mientras se deambula sin destino prefijado, la reflexión sigue sus propios caminos y eso ayuda a que la mente busque recodos habitualmente poco transitados. Además tiene el encanto de la exploración aleatoria y las observaciones que surgen de ella.
En este último efecto, uno a veces percibe objetos, personas y situaciones que se salen del camino trillado por el que solemos deambular. En la parte vieja de Palma, enmarcada en el barrio de La calatrava, estas circunstancias abundan y una de las que más me han llamado la atención se centra en el Obispado de Mallorca. La mayoría de los palmesanos hemos observado con frecuencia el Palacio Episcopal, hermoso edificio que, próximo a la catedral, se asoma a la bahía de Palma en un lugar inmejorable y con dos grupos de enormes ventanales que provocan la envidia de quienes anhelamos poder contemplar el Mediterráneo desde nuestra casa. No en vano, la calle se llama “del mirador”. El Palacio es manierista y el exterior que da a la bahía, sobrio hasta la exageración, con la excepción de los ya nombrados ventanales. En su interior, su patio es hermoso y llaman la atención los escudos de obispos pretéritos quienes, por lo visto, y al igual que hace el Papa, al ser nombrados tienen derecho a crear su propio escudo con las figuras que simbolizan su figura, estirpe e, imagino, la representación de lo que su obispado espiritualmente pretende significar. Otro elemento curioso es una escultura de árbol donde figuran todos los santos mallorquines, muchos y muchas de los cuales son del principio de la Guerra Civil.
Pero las estancias del obispado abarcan otros edificios que, a mí personalmente, me han llamado poderosamente la atención. De un lado, junto al Palacio Episcopal, también mirando al mar, aunque de una altura significativamente inferior, de un tamaño sensiblemente menor (aunque aún así imponente) y adosado al mismo, se encuentra una construcción que, dada su unión física al Palacio, imagino que también debe pertenecer a la misma institución. Pero es un edificio enigmático. Nada en su fachada, ni en el portal que da acceso a la vivienda por la calle de Miramar da la más mínima pista de sus propietarios. Este caserón, en el primer piso, tiene un balcón de tres arcos que es sin duda uno de los más espléndidos de la ciudad en cuanto a ubicación y vistas. Y sin embargo, jamás he visto que se haya hecho uso de él. Incluso los cristales que dan acceso a la vivienda tienen una pátina de abandono que hacer suponer que nadie goza del maravilloso privilegio de vivir en ella.
Por la parte de detrás de la fachada marítima se encuentra el segundo rincón que pertenece al Obispado y que este callejero descubrió y ahora visita con irregular frecuencia. Por la distancia que le separa de la fachada marítima, nadie diría que está anejo al Palacio Episcopal, pero así lo he comprobado. Es un pequeño y coqueto parque en dos niveles y, en efecto, pertenece al Palacio, el cual debe de tener un acceso privado desde allí. Los transeúntes podemos acceder a él desde la calle San Pedro Nolasco (curioso santo barcelonés que nació en Aquitania y que fundó una orden para la redención de los cautivos). Es un jardín en el que se respira la tranquilidad, apenas visitado por nadie y donde es un placer reposar entre sus flores y limoneros que, por estas fechas, y gracias a su floración, destilan un embriagador perfume de azahar.
Pero aún hay una tercera edificación que me tiene más perplejo. La iglesia del antiguo seminario, donde hoy se encuentra la biblioteca diocesana. En varios de mis paseos me he dado de frente con ella y me sorprendió constatar el que no hubiera ninguna entrada desde la calle que permitiera entrar a los viandantes. Por lo visto sólo se puede acceder desde el patio de la biblioteca diocesana. Al fin, una mañana me decidí a intentar contemplar su interior. Entré en el edificio y me encontré con una amplia recepción tras la que se podía contemplar un gran patio. En la mesa, de considerable tamaño, se encontraba una mujer de unos cuarenta años, rubia y bastante atractiva. Me dirigí a ella preguntándole cómo se podía acceder a la iglesia, pero, para mi pasmo, me contestó que no podía. Que aunque han restaurado su interior, la fachada está en mal estado. Y añadió que solo puede entrar en ella la curia, aunque la recepcionista se incluyó al añadir «para que recemos». Así que me he quedado con las ganas de verla… por el momento. Realmente, una iglesia católica cuyo acceso está prohibido a los fieles da qué pensar… y, sobre todo, imaginar.