“En la hora de mi muerte, soñaré que planto un olivo
y fingiré que tengo tiempo de ver como florece
y te dejaré un folio en blanco sobre mi mesa,
para que escribas tú el último verso…”
Se entremezclan en mi sueño poesía y muerte. O, tal vez, la poesía de la muerte, robada para la ocasión. La herencia. Los consejos. El recuerdo. El dolor. Mi ataúd tiene cristal en vez de tapa y, antes de que caiga la tierra sobre el absurdo cofre de maderas nobles y seda acolchada en que han introducido mi organismo ya frío, puedo observar los rostros de cuantos me despiden. Entonces, los tópicos, las frases hechas, la hipocresía, el amor sincero, asaltan el fortín inexpugnable de mi boca sin respuestas. Aún así lo intento, aunque ya nadie pueda oírme. Y grito - ¡No! - queja tardía que se perderá en el aire de una mañana lluviosa o soleada. Poco importa ya la meteorología – Yo no fui así - ¿Qué sabréis vosotros de mí? Mi yo secreto vendrá conmigo en el tránsito ineludible hacia donde no gorjean las palomas. Me llevaré mil poemas inacabados por cobardía. Y dejaré algunas notas que quizás hagan temblar una lágrima furtiva en vuestros ojos, porque os reconoceréis en ellas, queridos o deleznados. Tal vez, ignorados, en la indiferencia más demoledora. Al cantar el gallo, olvidareis algunos el luto y guardareis entre naftalina vuestra falsa tristeza, hasta la próxima ocasión de estrechar manos temblorosas. Otros, pocos, se quedarán algún minuto más bajo la lluvia o el tibio sol y peregrinarán, en alguna ocasión, hasta mi tumba para ver como se oxida mi epitafio de latón. Y, los que de verdad me amaron, abrirán los cajones más secretos de mi alma y sabrán que yo también les quise. Es tarde ya, y no me arrepiento de haber sido viajero empedernido y llenado mi macuto con los grises amaneceres de Pukkaharju o la paz incontestable de Menorca. Con paseos bajo la luna llena en una playa de Zanzíbar o la alegría casi obscena de Sevilla, para que esas sensaciones me acompañen en el fin, en este viaje definitivo y sin retorno. Es tarde ya, presiento, y un cansancio infinito va embargando esas palabras que sólo yo escucho y siento que ya llega el sopor definitivo. Pero, ¿de dónde surge ese amanecer inesperado que me desvela? ¿Qué son esos sonidos cercanos que me incitan a despertar de nuevo? ¿A abrir los ojos, y comprobar como aún cuelgan de la pared hojas de mi calendario vacías de vivencias? ¿Es posible qué tenga aún tanto por hacer?