Conocí a Tito Bustillo cuando éramos unos adolescentes, veraneando con nuestras familias en La Vecilla, bajo el brillante cielo de la montaña de León.
Allí formábamos una nutrida pandilla de chicos y chicas muy activa; escalando montañas, explorando cuevas, bajando torrentes, recorriendo en bicicleta caminos impracticables o bañándonos en ríos trucheros de aguas heladas.
Tito era un muchacho cariñoso y encantador, de rostro pecoso y sonriente, siempre dispuesto a participar en todas las actividades, pero que parecía tener cierta desgraciada tendencia a coleccionar accidentes.
Por ejemplo, si, en tropel, bajábamos en bicicleta a toda velocidad la empinada cuesta de la estación, a Tito se le rompía la bici en dos, partida por el cuadro, quizás a resultas de uno de los numerosos y profundos baches que a la sazón adornaban la calzada, pegándose el consiguiente batacazo y sufriendo heridas múltiples, como suele suceder indefectiblemente en las terribles caídas desde el citado medio de locomoción.
Si atábamos una cuerda de la rama de un chopo para balancearnos hasta tirarnos al agua del gélido río, todos pasábamos, haciendo el memo lo más posible, (Tarzán, Chita...), hasta que le llegaba el turno a Tito. Entonces, de pronto, la cuerda se soltaba y Tito daba cuan largo era -y lo era- con su cuerpo en tierra.
Si jugábamos a las palas, que eran de madera ancha y pesada, de repente, a alguien se le escapaba de la mano e iba a parar, vaya, a la cabeza de Tito.
Una vez cada verano, organizábamos un multitudinario baile de disfraces, en el amplio patio de una de las casas de veraneo, para lo cual, por cierto, en aquellos tiempos había que pedir permiso por escrito en el cuartel de la Guardia Civil. Y quedaba muy gracioso, porque nunca ponían pegas y siempre, preceptivamente, acudían, al menos un rato, una pareja de guardias civiles que, así, parecían igualmente disfrazados, aunque, en realidad, su función evidente era la de vigilar la moral y las buenas costumbres.
Pues bien, un año, coincidiendo que varios de los muchachos de la pandilla rondábamos los ciento noventa centímetros de altura, entre ellos el bueno de Tito y un servidor, decidimos disfrazarnos de enanitos; y de Blancanieves lo hizo la buena de Maritere, una muchacha mas bien bajita, pero con un tipo más que atractivo, incluido un hermosísimo busto que, por cierto, tuvo a bien mostrar, -dentro de lo permisible en aquella época-, generosamente, mediante una blusa y un chaleco extremadamente ajustados, amén de una faldita muy, muy corta.
Así, precedidos por la antedicha, marchando rítmicamente, aparecimos en el recinto siete “enanitos” gigantescos, al ritmo del típico “ahibó, ahibó; al bosque a trabajar”, con gran éxito de crítica y público, incluido el de la pareja de la guardia civil, que, a la vista de la encantadora muchacha, se miraron evidentemente dubitativos sobre lo adecuado del atuendo; pero los dos de consuno parecieron pensar que era mejor hacer un poco la vista gorda, a la vez que engordaban un poco su propia vista, mientras disfrutaban de un par de vasos del explosivo brebaje que por baldes fabricábamos para la ocasión; un ponche de frutas, siempre con exceso de alcohol, al que llamábamos pretenciosamente “cup” y que les ofrecíamos a los guardias a la voz de “caballeros, ¿gustarían ustedes de un poco de este ligero refresco?”.
Pero, hete aquí, que, habiéndose ausentado ya los guardias, como se trataba de un recinto abierto al que estaba invitado todo el mundo, aparecieron un pequeño grupo de aldeanos de otro pueblo cercano, ya de por sí en evidente estado de embriaguez que aumentó ostensiblemente con nuestra gloriosa mixtura. E, imprudentemente, se vieron irresistiblemente atraídos por el escote de nuestra compañera y, -pobre zafio-, a uno de ellos se le fue la mano hacia su claro objeto de deseo.
No logró alcanzar su objetivo, porque Maritere, que no era precisamente una ñoña, le propinó un bofetón que le hizo tambalear y cuyo sonido pareció la señal de zafarrancho de combate. Nada del otro mundo. Unos cuantos tambaleantes zarandeos, al modo de melée abierta, con los consiguientes insultos al estilo castellano, un par de guantadas y poca cosa más, entre otras cosas porque nosotros éramos muy superiores en número y tamaño.
No llegó la sangre al río. Excepto Tito, quien, en su innata bondad, de inmediato se metió en medio a separar a los contendientes, recibiendo un hermoso puñetazo, seguramente inintencionado que jamás supimos de dónde había partido, -aunque yo siempre he tenido la convicción de que fue por “fuego amigo”-, y que a él le puso la nariz como un tomate. Un tomate sangrante que, increíblemente, no logró borrar su sonrisa, porque le pareció muy graciosa la escena de unos “enanitos” pegándose y el hecho de que recibiese precisamente el único que no había participado en la reyerta. Así era Tito.
En otra ocasión, un día como tantos otros, fuimos de excursión en bicicleta por los alrededores y, en un bar de un pueblo perdido en la montaña, todos tomamos vino y queso de oveja. El único que pilló fiebres de Malta fue Tito, que se pasó en cama el resto del verano.
Poco tiempo después, Tito Bustillo, junto a su hermana Eloísa y otros empedernidos montañeros, explorando los montes de Asturias, descubrieron, por casualidad, las impresionantes pinturas en las cuevas que hoy llevan su nombre.
Hay varias versiones, pero yo oí la de su hermana Eloísa.
Bajaban tan entusiasmados la montaña después del excepcional descubrimiento que Tito dio, literalmente, un salto de alegría. Un salto fatal, porque tropezó y cayó, muchos metros montaña abajo. Y se mató.
Estas pinturas rupestres me provocan siempre un profundo sentimiento de hermandad con aquellos hombres y mujeres que también se admiraron de la belleza natural.
Y, con ellas, también, siempre, me acuerdo de la inmensa sonrisa de Tito Bustillo.