En aquel poblado de paja y desierto, donde sólo sucedía el amanecer ocre de la arena, nadie comía hasta saciarse ni nadie gastaba saliva en palabras. Los ancianos se sentaban en el suelo y esperaban a morirse como cepas de baobab; las mujeres agotaban su fuerza machacando raíces; los niños reían con ojos tristes y jugaban con niños fantasmas. A los hombres del poblado se los había llevado el siroco. Nadie sabía traer un futuro.
Vivían en el poblado tres hermanos entre sí muy distintos: Amed se parecía al árbol del anacardo, balsámico y resinoso; Sahab era ancho como un cedro del atlas, cuya madera se emplea para la construcción de guitarras, cofres y sarcófagos; y Osaid alcanzaba la estatura de la sombra que da el ébano. Los tres hermanos tenían el cuerpo flaco y los ojos amarillos.
El tiempo pasaba como un hombre de arena. Los hermanos se miraban como se miran las esfinges: compartiendo un saber enigmático y trazando un plan introspectivo. Su madre era callada y avejentada. Su padre había viajado al otro mundo a los veintinueve.
Llegó ese día que habían estado aguardando. El sol rugía en su casa de oriente. Los tres hermanos partieron hacia el norte por un camino invisible desde la polvareda. Allí encontrarían árboles que se encienden de noche y la abundancia en paquetes multicolores. (Así dijo padre). Madre lloraba como se llora en la sequía: sin sonido ni lágrimas.
En la ciudad había un hombre que conocía los caminos del mar. A él se dirigieron los hermanos.
?Hay que construir una barca nueva –dijo el hombre–. Pero no hay fuerza dentro de vosotros.
?Sí la hay –respondió Amed. Nuestra fuerza es el agotamiento.
?Construiremos una barca siguiendo tus directrices. ?Dijo Sahab.
?Y tú nos llevará adonde acaba el mar. ?Dijo Osaid.
El barquero comprendió, y las obras comenzaron. Primero talaron árboles. Luego formatearon la madera. Hubo que humearla, pulirla y recubrirla con pez. Y por fin la pintaron de azul para que el mar no la extrañara. Sahab, que sabía crear imágenes detenidas, envolvió la barca en un pájaro blanco para que los vientos la impulsaran y las aguas la respetasen.
El último día de primavera se hicieron a la mar. Dentro de la barcaza cabían treinta hombres, cinco mujeres y cuatro niños. Ni medio más. Todos de piel oscura y ojos amarillos donde guardaban la tristeza de la despedida, la esperanza de llegar y el miedo a morir.
Algunos hablaban en voz muy baja de su pasado duro y de su proyecto borroso. Quienes ya habían conocido el viaje hablaban con palabras nuevas para los demás: “metros de eslora, cala Arturo, dique, deshidratación, repatriación”. Así un día y otro día, una noche y otra. Ya sólo se escuchaban palabras sueltas. El agua dulce se acabó. La comida se apuró. Las olas crecían. No se veía la tierra ni volaban las aves. Los niños se abrazaban a sus madres. Los hombres temblaban también. La muerte llegaba sigilosamente, meciéndose en el mar. Los ojos se desencajaban. La boca buscaba el aire. Los hombres arrojaban lastre.
Un atardecer alguien gritó: “¡tierra!”. El grito era muy tenue. Muchos ni se inmutaron. La noche se llenó de puntos luminosos. Parecía que la tierra era las estrellas.
…
Desembarcaron doce hombres, tres mujeres y dos niños. Ni uno más. Todos se mantenían juntos. Nadie gastaba saliva. Sahab se había vuelto tan frágil que Osad y Amed lo arrastraban por la playa negra, por la costa negra, por la carretera negra y por el camino negro. Siempre esquivando las miríadas de luces. Cuando alguien desfallecía, los demás lo remolcaban. Parecían una hilera de hormigas. Hasta que alcanzaron una choza entre pinos. Era una estancia de tierra. Allí durmieron los heridos, los exhaustos, los hambrientos, los desconsolados. El mundo se mostraba extremadamente quieto y duro. Latían débilmente los pulsos.
Pasaron las horas. Se hizo el día. Vieron el pálido cielo de Europa. Olieron los árboles nuevos. Bebieron agua. Comieron arroz y pan de sémola. Allí seguían los supervivientes, sin hablar de nada. Dolían las heridas rojas sobre la carne marrón. Los tres hermanos se miraban como se miran las esfinges moribundas. Aquello era la suerte del norte. Así era.
Llegaron los hombres blancos vestidos de uniformes marciales. Parecían presidentes, coroneles y jefes en sus vehículos relucientes. No eran rudos. Había congoja en sus ojos, pero también resolución. Sus voces sonaban como si seres de otra especie tuvieran el don de la palabra. Eran palabras sin sentido, largas y musicales. Frases que sonaban como una canción de misionero: hipoter mia hipogluce mia traumatis motorá cico hacinamien to in movili dadmódu losprefabri cadoshos pitalun iversitario inclusiónenit inerariosdein serción social y regula rización. Tampoco supieron entender los titulares de prensa: “Veintidós cuerpos a lo largo de la costa”. “Diecisiete supervivientes serán repatriados”. Los hermanos temblaban como sólo habían temblado bajo la lluvia del mar. Conocían los miedos básicos: al hambre, al dolor y a la muerte. Pero el miedo de ahora, complejo y nuevo, estaba hecho de ruidos extraños, desconcierto de colores, nostalgia del ocre, piedad sin solidaridad, certeza del fin, apatía de la inutilidad, impotencia del anonimato, incomprensión de la abundancia y dureza de los mundos fastuosos, muerte de la esperanza. Esa era la fórmula del norte.
Kilómetro 560 de la autopista AP-4, a la altura de Dos Hermanas. El furgón policial, un Mercedes Sprinter, rugía y jadeaba como una pantera. Dentro, aprendiendo el miedo algebraico para avanzados, Osaid, Sahab y Amad miraban la oscuridad con sus ojos amarillos.