Quizá no sea fácil entender el turismo. No parece serlo, desde luego, para nuestros gobernantes locales y su doble discurso: indeciso, errático. ¿Qué turismo queremos? ¿Queremos los turistas a manadas, en bañador o totalmente despendolados, ávidos de gresca, con mono insaciable de sol, cerveza y sexo? ¿O los preferimos en grupitos, con sus cámaras en ristre y la mirada absorta por las galerías de esos fantásticos museos que no sé si tenemos? ¿Los queremos con traje de ejecutivos y maletín de piel entrando y saliendo, enfervorecidos o alucinados, del Palacio de Congresos como si salieran de la Catedral, Bellver, La Lonja?
Puede que no podamos elegir el turismo que nos gustaría, porque el territorio es el que es y los monumentos son los que son; y no hay forma de cambiar drásticamente el panorama general de nuestras playas y calas, nuestros torrentes y montañas, nuestro clima, salvo si lo destruimos voluntariamente, salvo si dejamos que se degrade, se empobrezca, se convierta en las ruinas de lo que nos gustaría ser y no somos. Nunca somos lo que quisiéramos ser.
Sin embargo, hubo un tiempo en que Palma se convertía en una ciudad fantasma. Así, todos los domingos la ciudad amanecía desierta; desierta, porque no había comercios abiertos, y desierta, porque el turismo prefería atiborrarse de sol en las playas y muchos palmesanos huían de la ciudad muerta para refugiarse en su segunda vivienda, ese adosado, ese apartamento, esa cuarterada más o menos rústica donde la vida familiar huía de las rutinas laborales y se entregaba a la ficción del ocio, el paso al frente que significaba dejar de ser unos domingueros de sombrilla y fiambrera y convertirse en los propietarios de alguna quimera en algún lugar del paraíso. O así.
La mayoría de estas segundas viviendas las tuvieron que vender (porque mantenerlas era un lujo inasumible) los hijos de quienes las compraron a base de hipotecas y esfuerzo, esa compleja inercia, esa forma de vida que daba en mejorar económicamente trabajando cada vez más. Es curioso, hoy nos sorprende lo que era normal cuando había trabajo y sueldos decentes. Ya no es así. No me extraña, pues, que a mucha gente corriente no le quede otra que alquilar sus habitaciones libres por días, por horas, quizá por segundos, para sacar a flote la economía familiar de una crisis que les ha recortado hasta las ilusiones. Parece que al Govern del Pacte no le importa asfixiar, con su vacío legal y sus amenazas de multas, a muchos de estos pequeños propietarios (porque no hablo de los especuladores con cientos de pisos o habitaciones en cartera) que intentan, con su trabajo doméstico, regresar a lo que fue normal y ya no lo es. Trabajar para vivir dignamente, nada menos.