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ISSN 1989-4163

NUMERO 83 - MAYO 2017

Remembranzas (XV) - Siempre Tendremos París (2ª Parte)

Joaquín Lloréns

Pero en esa anécdota de París siempre hubo algo que me chirriaba. Pensemos que estábamos a inicios de los años 50. Los ordenadores existían únicamente en las novelas de ficción. Por mucho que la evaluación se hiciera en base al número de errores, a uno se le hace difícil de tragar que hubiera alguien tan estúpido como para hacer aquella valoración. Pero en fin, «cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las pedras» –la cita, aunque apócrifa, es común y merecería haber sido escrita realmente por Cervantes–. Han tenido que pasar muchos años, descubrir una carta, olvidarme de parte de ella y confundirla en parte para llegar a una conclusión que, aunque sin poderla comprobar, me da una explicación que me satisface mucho más, a pesar de que bien pudiera ser falsa.

Me explicaré con los meandros habituales en mí. En el salón de casa de mis padres había un highboy Reina Ana en el que, además de escrituras y otros papeles importantes, se guardaban al retortero cientos de fotografías y negativos. Y por lo visto, también cartas. Todos los cajones tenían cerradura, aunque la misma para todos y, no recuerdo, pero sospecho que el cajón de las cartas estaba cerrado con llave. Solo eso me explica que, al llegar a la pubertad y despertarse en mí, como en tantos adolescentes, la curiosidad insaciable, no procediera a husmear entre aquellos ejemplares epistolares. O quizás no sea así. Al mismo tiempo me parece recordar que los dos ejemplares de las llaves se encontraban en la parte superior del mismo, al alcance de quien las quisiera usar, tal y como sucede hoy, ya que ese Reina Ana vive –lo digo con intención, ya que lleva en mi familia al menos tantos años como yo– actualmente en mi casa. Quizás no las leí por falta de curiosidad o, más probable, por la prohibición paterna de que se tocaran esos cajones. Hoy parece irrisorio pensarlo, pero en aquellos tiempos las relaciones paterno-filiales tenían esa característica y las órdenes de los padres se obedecían sin preguntarse uno demasiado el por qué. Sin más. El caso es que al fallecer mi madre, mi padre se deshizo, no solo de su ropa –lo que era habitual. Quitando las prendas más valiosas, el resto que estaba en buenas condiciones se solía regalar a la beneficencia–, sino también de todas las cartas que se había cruzado con nuestra madre. En aquel momento no le di importancia. Hoy lo lamento. No sé si eran muchas o pocas. Mis padres, hasta donde sé, solo hicieron cada uno un viaje fuera de España sin el otro a lo largo de su matrimonio y no tengo constancia de haber visto nunca en la salita de entrar una carta manuscrita de alguno de ellos. Y no tengo claro por qué lo hizo. Mi padre adoraba a mi madre y nunca se le conoció una aventura, ni siquiera de viudo. Y eso que las mujeres guapas le encantaban. Hasta su muerte hablaba de ella casi como si de un ser superior fuera. Lo hacía enternecedor y según te ibas haciendo mayor, más sorprendente se te hacía aquel empecinamiento subjetivo de solo recordar sus virtudes y su seguridad en su absoluta falta de defectos. Quizás purgó las cartas para evitar el dolor de releer las  palabras de amor de quien no vería nunca más. Quizás por no querer que sus herederos conociéramos ciertas intimidades… Y lamento que las destruyera porque, una vez fallecido mi padre, y aunque a contrarreloj, miramos por encima los papeles que no servían antes de llevarlos al contenedor de reciclaje. Y entre aquellos miles y miles de papeles –mi padre sufría de síndrome de Diógenes administrativo– apareció una única carta que mi madre escribió a mi padre. Parecía haber sido escrita mientras aún eran novios. Por lo visto, acompañada de mis abuelos, había viajado a Barcelona y ya llevaban un mes allí para desesperación de mi madre. Me sorprendió mucho constatar una complicidad de enamorados que nunca sospeché que se hubiera producido, ya que nunca fui testigo de ella. Por lo visto la reservaban para la alcoba. Y es que en aquellos años mis abuelos solían ir cada año un mes a Barcelona y otro a París. Imagino que el principal motivo del viaje a la Ciudad Condal radicaba en que allí vivía su principal cliente; cliente que a la postre, al quebrar, provocó a su vez la suspensión de pagos y posterior quiebra de las fábricas de mis abuelos y su práctica ruina. A París creo que iban la temporada de carreras, pero de estos viajes no sé nada más que el comentario de pasada que una vez hizo un primo delante de mí.
Hace unas semanas, cuando redactaba mis últimas “Remembranzas” de marzo, me vino un fogonazo a la mente. Un fogonazo que, a la postre estaba equivocado… aunque quizás no sea falso. En esa súbita iluminación, se me apareció aquella carta de mi madre y, debido al mucho tiempo transcurrido desde su lectura, mi mente me jugó la mala pasada de recordar que ella se encontraba en París, no en Barcelona. Esa equivocación me hizo darme de bruces con una explicación que me aclaraba de un modo mucho más congruente lo que sucedió en aquella academia francesa. Mi madre debía haber acompañado en varios de aquellos viajes a París a mis abuelos y las estancias allí se prolongaban durante varias semanas. De igual modo, para que se olvidara de un pretendiente que, por el motivo que fuera, no le convenía, la enviaron a Mallorca durante un mes. Si mi madre había visitado durante semanas la capital del país galo, ¿era lógico que no supiera ni una palabra de francés? Imposible. Ante mí se descubría una explicación que encajaba mucho mejor en la lógica, en la sicología de mis padres y en la época en la que tuvo lugar.

Supongamos que llegan a la academia y hacen la redacción. Mi madre hace una redacción casi perfecta, pero ello provoca que mi padre, al ver donde les han puesto por niveles, se sienta humillado. Mi madre era una mujer inteligente. Bastante inteligente. No era la mejor manera de comenzar el matrimonio; máxime con alguien como mi padre, hombre de ideas más simples y producto masculino clásico aunque bienintencionado del posfranquismo. Entra dentro de su forma de actuar que mi madre fuera a hablar con la directora con la disculpa de aclarar qué había ocurrido y que le insistiera en que quería que le pusieran en el nivel más bajo. Al menos en un nivel bastante más bajo que el de mi padre. No sé hasta dónde tendría que explicarle la situación, pero seguro que la persuadió. A fin de cuentas, a la academia le daba lo mismo y a las mujeres les divierten las pequeñas confabulaciones contra el género masculino. Al salir, urdió aquella incongruente explicación del porqué le habían puesto en un nivel mucho más alto del debido y mi padre, no solo se lo creyó, sino que se pasó toda la vida repitiendo la anécdota. Como digo, mi padre, como casi todos los hombres, era un poco simplón frente a la mente ágil de mi madre.

Pero lo cierto es que luego recordé que la carta estaba escrita desde Barcelona, por lo que no sustenta mi teoría y no tengo la más mínima confirmación de que sí hubiera estado en París con anterioridad al viaje de bodas. Y sin embargo, la explicación que mi recuerdo equivocado me ha generado es la más lógica de todas.

Y sí… Siempre tendremos París.

 

Boda

Feli

 

 

 

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