¡Caray con la inalcanzable, qué lejos está! Parece que se haya subido a lo más alto de una escalera interminable que aspira a competir con la luna y que sea imposible de alcanzar. Prima hermana de una Greta Garbo fría, casi glaciar, se sueña con ella pero no se toca, como si fuera de cristal. Ingenuamente pensamos que se puede romper, o mejor dicho que somos nosotros a su contacto los que nos podemos mellar. Y es que en lo que miramos está aquello que proyectamos, lo que de un modo u otro queremos ver: sueños imposibles, fantasías truncadas; todo eso y más cabe en la idea de la prohibición, siendo nuestro deseo los barrotes de su prisión.
Como la vemos iluminada por los focos de la imposibilidad, a la inalcanzable no hay quien se acerque y tampoco quien le tosa, no se vaya a molestar. La creemos altiva y principesca, cuando en realidad no es más que un ser terrenal al que, de quererlo, nos podríamos aproximar. Sucede que la inalcanzable sólo existe en la mente de los prudentes, los tímidos, los incapaces de medirse en combates que creen pueden perder. ¿Cómo sino explicar esas parejas tan dispares, de bellas muy bellas con feos muy feos, de listas muy listas con lerdos muy lerdos? Será que a los feos y a los lerdos en cuestión no les faltaba ardor guerrero cuando fueron capaces de subirse a lo más alto y conquistar el torreón.
Dichosos los que se proponen metas altas y, aunque jadeantes, las alcanzan, de ellos serán los objetos de deseo de un montón de chiquilicuatres cobardes que no quieren de ningún modo pasar la vergüenza de cosechar un no, cuando todo lo más la inalcanzable les soltaría un bufido, que es algo que la vida nos devuelve al menos un par de veces al día, cuando no más. Querido bobo, querida boba, a ver si te entra en la mollera: no hay seres inalcanzables, sino seres que por nosotros no sienten ningún interés, ni siquiera el de conversar, que es algo bien distinto.
Desengáñense pues los amantes del riesgo: la inalcanzable no es una tipa estirada, sino alguien que no los miraría ni harta de vino. Con o sin gafas de sol, cuando ellos se acercan cruza veloz la acera con pasos felinos y se va por donde ha venido, sin dignarse a mirar atrás. A sus espaldas queda flotando un rastro de derrota y un perfume a fracaso que el damnificado no se quita de encima ni con goma de borrar.
Partiendo de la base que todos los seres, por divinos que parezcan, segregan los mismos jugos que los demás y que basta con imaginar a alguien en una actividad íntima para bajarlo del pedestal, me queda sin embargo la duda de pensar qué haríamos sin poder cultivar sueños imposibles, en qué otros hondos entretenimientos gastaríamos la poca sensatez que nos queda. ¿Qué haríamos de vernos obligados a cercenar nuestras vanas ambiciones, a asesinar nuestros inverosímiles anhelos?
Necesitamos que la inalcanzable habite en las pantallas de cine y en nuestra fogosa imaginación; y también que habite entre nosotros, en nuestro mismo barrio, en la clase de pilates o en la gris oficina donde nos dejamos los días y una parte notable de la juventud. Y aunque su exotismo sea infinitamente mayor que el de un animal salvaje, aunque la veamos envuelta en el halo más hermoso que nos dé por imaginar, persistiremos en la vana tarea de fantasear con ella, por mucho que nos insistan los amigos en que no está hecha la miel para la boca del asno. La belleza, la elegancia, la dama de rompe y rasga seguirán siendo en lo más hondo el dulce prohibido y cómo mucho exclamaremos “Mírala, ahí va”, sintiéndonos cada vez más diminutos y canijos, tan lejos del camarero dicharachero que le suelta un requiebro aunque sepa que jamás se la va a ligar.