Repaso mi pequeño parque tecnológico asumiendo que empieza a estar viejo. Viejo, pero no obsoleto, me digo, mientras recuerdo esa misma frase en boca de Arnold Schwarzenegger en una reciente entrega de «Terminator». Lo mejor de ese film era el envejecido Arnold parodiándose a sí mismo. ¿A quién si no? En efecto, los años y la obsolescencia programada se ciernen sobre nuestros artefactos como sobre nosotros y la capacidad de cumplir con las expectativas que algún día nos hicimos. O nos seguimos haciendo.
Me gusta la ciencia ficción, no por lo que tiene de subterfugio, sino por su voluntad de proyectar realidades alternativas a la realidad diaria. Así, de repente, todos los problemas se nos volatizarían, como nuestra forma de vida, si llegase, por ejemplo, el día de los trífidos o el apocalipsis zombi, si nuestros libros ardieran a 451 grados Fahrenheit o si los ultracuerpos, en fin, comenzaran a usurpar nuestra humanidad. Todo se andará, me temo.
Pero estaba yo entre mis máquinas. Microsoft y Apple. Quizá Samsung o alguna de las infinitas marcas chinas que manejamos pensando que son otra cosa. Tanto da. Esas máquinas reflejan todo cuanto somos hasta que no dan más de sí y son sustituidas. A un ordenador le sucede otro más veloz y potente, ergonómico, caro. Hasta el nuevo teclado parece ir más rápido que el antiguo y así es, en efecto; lástima que las ideas nos sigan fluyendo con muchísimo esfuerzo y a la penosa velocidad habitual. No sé si es un alivio saber que nosotros también seremos sustituidos.