—¡La madre que la parió! —dije en tono de desesperación—. ¡El puto ordenador está hiperventilando!
En efecto, el enfriador de la máquina había empezado a funcionar demasiado rápido. Ahora era ya una desgracia porque el aire que expelía hacía volar mis papeles con notas, mezclándome la novela manuscrita. La tenía desde mis tiempos del exilio en una plaza del pueblo que nadie visitaba porque tenía fama de estar poblada de ladrones. Yo me instalaba ahí, con mi termo y mi mate y escribía, escribía.
Nunca vino nadie, salvo pájaros pedigüeños, a cagarme la vida. Y ahora, que estaba transfiriendo esa hermosa novela a la máquina, el puto ventilador se le da por soplármela. Pero eso no era todo, porque cuando se dice ventilar, la mierda de aparato esa ventila también mis secretos. Está mandando a mis amigos las cartas que escribo de uno al otro, sacándoles el cuero, desenmascarándolos. A mis ex mujeres les manda las direcciones porno en las que he visto siluetas parecidas a las suyas de antaño, por ejemplo. En fin, no solo está arruinando mi novela, sino también mi vida, si todavía se puede arruinar más.
El único recurso que me queda es enviar a todos un virus que les cercene la memoria de estos días, de modo que queden limpios todos los ordenadores de esas fatales impresiones sobre ellos que si no, me matan. Por ejemplo pienso en Esteban, violento tío que podría clavarme un puñal porque le he contado a Gilberto que él se le va al humo a la mujer de Evan; o pienso en la cara de Feni, cuando sepa que pienso que es lesbiana y no lo admite, sobre todo porque es esquizofrénica y violenta como un cuervo tuerto.
Por suerte, tengo a mano un virus elemental que han pasado todos por alto, ya lo mandé a mis contactos y espero que haya surtido efecto, pues no hay nada que lo detenga. Sopla la memoria de todos los días recientemente pasados. Y ahora ¡no va que el puto ordenador se declara en hiperventilación! Crisis. Me está leyendo la novela. Creo que la ordenó de otra manera. Ahora tengo un protagonismo menor. Me convirtió en un pájaro común del parque que mira los documentos de los tirifilos que pasan ahí el día escribiendo.
—¡Ese personaje no lo puse yo! —grito a nadie, porque solo estamos el ventilador, el ordenador y yo.
Pero ahí anda el pájaro robando datos o sea que al final era cierto lo de los ladrones. Ellos me robaron la clave. Ahora veo que en mi novela aparece un vagabundo, mate en mano, que me ofrece un viaje por una moneda de cincuenta. Pago. Me dejo llevar por el aire del ventilador. Estoy volando; me veo, en la novela, con un puñal clavado en la yugular por una amiga a quien traicioné. En realidad la novela se equivoca: me clavó una aguja de tejer en el ojo y atravesó el cerebro. Estoy hiperventilando, ahora muero. Espero que esto quede en la memoria. Delete.