Quién iba siquiera a suponer que el execrable, el voraz, el vil tabaco me iba a convertir en una especie de héroe de la resistencia. Mil veces he pensado que si el tabaco no me ha matado aún, su abstinencia seguro que lo haría. No he querido averiguarlo...
Hace ya unos tres años que la última de las grandes compañías cigarreras se mudó a lares más complacientes. Los únicos cigarros disponibles son los que se consiguen en el llamado mercado negro con el sabido riesgo de ser linchados por cualquier turba de “Hálito Seguro”, o ser apresados por la Gendarmería en alguna redada y confinados al infame submundo junto a otros peligrosos delincuentes. Pero nos hemos organizado.
La desaparición del negocio del tabaco ha hecho perder muchos empleos y los frutos en salud aún no se notan. Según los voceros oficiales, una generación, quizá más, tardarán las secuelas del mal en ser desterradas por completo. En repetidos anuncios y campañas publicitarias se nos dice que nuestros genes están apenas en proceso de curación, que no debemos desmayar en la obligación de olvidar que el tabaco existió alguna vez. Se nos conmina además, a ir con los sentidos muy atentos descubriendo infractores y denunciándolos. “El tabaco niega la vida, vive olvidándolo” dice uno de tantos anuncios.
De la misma manera que antes el corazón era el símbolo de la vida humana, ahora son los días gloriosos del pulmón. Las dos más recientes celebraciones del día de San Valentín se vieron abundadas por pulmones en las carátulas de los obsequios en vez de los obsoletos corazones. Es más, se han vuelto muy comunes, expresiones como “te hablo a pulmón abierto” o “te amo con toda la verdad de mis pulmones”. Sólo algunos adolescentes parecen contrariar el orden: ascendidos a esa edad bajo el influjo de la referida iluminación salvadora, en ánimo de retar al mundo de los adultos, dibujan en los árboles, muros, o en sus misivas amorosas, dos pulmones cruzados por un habano, goteando nicotina. En el fondo saben que esa, la broma pueril, es la única libertad que pueden permitirse.
Una naciente industria comenzó a recuperar los empleos perdidos por el veto del tabaco. Infinidad de lejías dentales fueron apareciendo de la nada y en todas las presentaciones posibles, para paliar el peligro que representa el ser sorprendidos por algún operativo antitabaco con los dientes amarillos, en probable evidencia del delito de Nicotráfico o de consumo de cigarrillos. Hasta quienes nunca han percibido el humo lejano de un cigarro andan siempre en búsqueda urgente de cualquier dentífrico milagroso que les mantenga diáfano el teclado. Ay tomadores de café, cómo lo siento. Salmuera de cáscara de huevo, alumbre serenado, bicarbonato en té de alcanfor, cenizas de hoja de guayabo y hasta enjuagues de cannabis índica en ayunas, han sido algunos de los remedios ocasionales para esa obsesiva y nueva enfermedad: el estrés post tabaco (aunque sean dueños de la más pulcra y perlada dentadura, los afectados se perciben los dientes infectados de sarro). Hasta que llegaron las mismas compañías tabacaleras, defenestradas tiempo atrás, a hacerse cargo del negocio y desterrar la incertidumbre y el desvelo a través de estudiadas campañas de convencimiento publicitario. El poder de la marca ha hecho desaparecer casi totalmente a los ingeniosos dentífricos ‘patito’.
Lo cierto es que la gente dejó de sonreír, por si las moscas, por si algún inspector de tagarnina aparece de pronto con su lupa y demás herramientas de contraste y los (nos) sorprende con los dientes pelones. Vale más precaver, nadie sabe cuál es el tono exacto que amerita exhaustiva revisión bucal.
Pero nosotros, los fumadores empedernidos, para quienes cualquier prohibición es vana, ridícula, carente de sentido, no nos cruzamos de brazos, resignados. Claro que nos organizamos para satisfacer tal menester –singular y hasta refinado para algunos- de inundarnos de humo los pulmones (¿te imaginas, hermano, el pastoreo de imágenes poéticas sin vianda, sin alcohol y sin tabaco?).
De seguro habrán oído hablar de los “salones clandestinos de fumado”. Pues yo tengo la primacía del negocio: varios de los más reputados centros de fumadores son de mi propiedad. Ahí derrochamos humo sin dejar evidencias del incendio. [Estoy cierto, Mauricio, que la idea original de mi oficio la concebiste tú, al retar a tus médicos a enfisema abierto. ‘Fumas y te mueres’, te dijeron, y seguiste fumando hasta el borde mismo de tu urna de cenizas].
¿De cuál marca prefieres? ¿Con filtro sin filtro a granel o en cajetilla? Pero si sólo de traficar cigarrillos se tratara, mi trabajo no sería importante: el tabaco únicamente lo consigo del mejor subrepticio proveedor, como otros que después de mí han encontrado en el asunto su modo de subsistencia. Lo que me hace diferente de la bola, es que poseo la fórmula secreta para borrar las evidencias del tabaco. Eso, no otra cosa, es lo que me hace especial.
Tú nada más dime cuando: ven, trae tus pulmones a merendar y solázate en la enorme foto que hay en cada uno de nuestros salones de fumadores: Mauricio Garcés con su eterno cigarro tirando galanura.