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ISSN 1989-4163

NUMERO 73 - MAYO 2016

Dejó a Deber el Café

Andrés Fornells

 

     

El camarero que atendía la barra servía todos los días, al cliente de la sucia gabardina gris, un café muy concentrado. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, de aspecto desaliñado, carácter taciturno y silencioso. Todos los intentos del camarero por entablar una conversación fracasaron, por lo tanto, se limitaba a darle las buenas noches y servirle el café que, invariablemente, tomaba siempre igual. A pesar de su nada boyante aspecto, al abonar su consumición, el hosco individuo solía dejarle una pequeña propina.

Aquella noche llovía a mares. El hombre de la sucia gabardina gris apareció con su aire sombrío habitual. Traía un paraguas negro, antiguo, que metió dentro del gran paragüero de plástico marrón, situado a un lado de la puerta de entrada.

Con pasos cansinos, llegó junto a la barra y pidió lo acostumbrado. Fijó su mirada en la niquelada cafetera y quedó totalmente ensimismado.

—Servido, señor —dijo el camarero pretendiendo sacarle de su abstracción.

El hombre de la sucia gabardina gris tomó su café, con lentitud, mostrando su enteco rostro una lúgubre expresión

Cuando terminó la consumición dijo al camarero, que estaba muy atareado en aquel momento:

—Mañana te pago el café.

—De acuerdo —dijo el interpelado sin mirarle siquiera, mientras atendía al encargado de la sala.

Un par de minutos más tarde de haberse marchado el hombre de la sucia gabardina, se escucharon fuera del local varios disparos, seguidos de gritos de mujer.

Un par de clientes temerarios corrieron a mirar a través de la puerta acristalada. Tuvieron tiempo de ver como un individuo, vestido con ropas oscuras, registraba rápidamente el cuerpo del hombre de la sucia gabardina gris tendido de bruces en el suelo y, segundos más tarde, subía a un coche negro que escapó a todo gas.

Alrededor del sujeto muerto a tiros se formó inmediatamente un círculo de curiosos. Uno de ellos llamó a la policía.

Avisado por su compañero, el camarero que atendía siempre la barra salió un momento a la calle, para cerciorarse de que habían asesinado al que, por primera vez, en semanas, no le había pagado el café. Lamentó su muerte y se quedó con la duda de si, aquel extraño cliente, no le había pagado el café porque sospechaba que iban a asesinarlo y, por igual motivo, no se había llevado el paraguas.

Por cuestiones supersticiosas, el camarero no lo toco. El próximo día que llovió, alguien llevó aquel paraguas, encontrando en su interior una pequeña bolsa de gamuza con dos diamantes grandes dentro, y creyó que Dios existía y lo había favorecido en su insistente pedido: pasar de pobre a rico.

Nunca más se acercó al establecimiento por miedo a que alguien pudiera reclamarle el paraguas y su contenido. Hombre de poca imaginación, jamás se le ocurrió asociar aquel objeto para protegerse de la lluvia y su contenido, con el asesinato, tres días atrás, de un hombre delante del local.

 



 

 

Dejo a deber el café

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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