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ISSN 1989-4163

NUMERO 63 - MAYO 2015

Remembranzas (VI) - Caza de Ratas

Joaquín Lloréns

 

Tanto Gonzalo como yo éramos llamados por nuestros hermanos “los nietos”. Ello se debía a que ambos teníamos tres hermanos, pero bastante más mayores que nosotros. En mi caso, la diferencia con el siguiente hermano era de seis años. En el caso de Gonzalo, es aún mayor; de nueve años.

Cuando Franco agonizaba, el padre de Gonzalo, que había sido nombrado concejal de Bilbao por su meritoria carrera profesional en la docencia –catedrático de matemáticas, director de la Escuela de Comercio y de la Escuela de Idiomas, etcétera- y posteriormente teniente de alcalde, fue elegido alcalde por una serie de circunstancias en julio de 1975. La crisis de la industria bilbaína, la situación de quiebra de las arcas municipales, los enfrentamientos con las asociaciones de vecinos, la amenaza de ETA y el inminente fin del régimen franquista hacían que, en ese momento concreto de la Historia, el cargo de alcalde fuera una auténtica “piedra caliente”, lo que explica que las familias más poderosas de la provincia apoyaran la elección de una persona de origen humilde y que, siendo de claras raíces vascas, no pertenecía a la oligarquía que siempre había ostentado la alcaldía. Su sentido del deber, además de un comprensible orgullo, le hicieron aceptar el cargo, aunque eso le convertían a él y a su familia en un claro objetivo para ETA. No en vano, mientras ostentó el bastón de Alcalde, ETA asesinó a uno de sus predecesores y atento contra la anterior alcaldesa. A pesar de que, tras la aprobación de la Constitución, prácticamente todos los partidos –PNV, UCD, PP, …- le ofrecieron ir como número uno de su lista a la alcaldía, prefirió dejar aquel cargo que, no sólo no le enriqueció, sino que, paradójicamente, le costaba dinero y le absorbía mucho tiempo que prefería dedicar a la familia y la enseñanza. Y le costaba dinero porque, según sus propias palabras, tenía que pagar de su propio bolsillo a su secretaria, y resulta que ganaba más dinero que el que él cobraba como alcalde. Y algo de cierto debía haber en ello, pues a su muerte, ni siquiera tenía un piso a su nombre. El poderse alejar de aquella enorme presión fue uno de los motivos por los que, con excepción de algunos días de las fiestas de Bilbao, su veraneo consistía en refugiarse en nuestra finca de Jijona, alejado de los problemas consistoriales.

Fue durante sus años como alcalde que compartí con Gonzalo mi experiencia cinegética más urbanita. Su hermano Jose ya tenía carné de conducir y pilotaba con aires de corredor de rallyes un Morris Mini –o Mini Cooper- rojo con dos líneas blancas que atravesaban el capó. Era un coche pequeño que se adhería como una lapa al asfalto y Jose lo conducía como un Fangio, gustando de hacer trompos y otras locuras. Ya entonces tenía una novia, Loli, que recordaba a Olivia la de Popeye y que se convertiría en su esposa. Superados los cincuenta se divorció de ella de forma algo traumática y comenzó una carrera de despropósitos que acabó bastante mal en lo económico. Pero por aquellos años aún era un alocado y entusiasta joven, bajito y con barba pelirroja que parecía predestinado a comerse el mundo. Hubo un año en el que nos llevaron a Gonzalo y a mí en varias ocasiones a una pequeña finca que la familia de Loli tenía en Alonsótegui, un pueblo cercano a Bilbao.

El terreno consistía en una minúscula huerta y un descuidado terreno que limitaba con un pequeño arroyo que desembocaba en el Cadagua, que a su vez moría en el Nervión a la altura de Luchana. Mientras Jose y Loli se dedicaban a sus asuntos, Gonzalo y yo nos dedicamos a explorar aquel descuidado terreno que, en mi recuerdo, se semejaba a un campo posapocalíptico donde se repartían sin orden alguno esqueletos de lavadoras y otros objetos inservibles, por lo que se nos recomendaba ir con cuidado para no herirnos con metales herrumbrosos que nos harían sufrir la famosa inyección antitetánica. Tras fisgonear un rato acabamos cerca del regato, donde hicimos el descubrimiento más sorprendente del lugar. Junto a las contaminadas aguas correteaban unas asquerosas ratas que daban fe de la insalubridad del lugar. Aún hoy, algo subconsciente vincula en mi cerebro a las ratas con la suciedad y la enfermedad, con lo que mi instinto –y creo que el de la mayoría de la gente- me empuja a su exterminación. Quiso la fortuna que alguien de la familia de Loli guardara en la caseta que se levantaba en el terreno una chimbera, nombre que en Bilbao se da a las escopetas de aire comprimido probablemente por su habitual uso para cazar chimbos, que son los comúnmente conocidos como petirrojos.

A partir de ese momento nuestra ocupación principal cada vez que acudíamos a aquel lugar consistía en acercarnos con movimientos de comandos hasta que lográbamos estar a una distancia del riachuelo lo suficientemente próxima para que aquellas repugnantes ratas estuvieran al alcance de nuestros balines. Lo cierto es que, las más de las veces, las astutas ratas nos descubrían o adivinaban nuestra presencia, pero sí logramos cazar a más de una. Nuestro asco instintivo nos hacía abandonarlas allí. Apenas nos acercábamos lo suficiente para comprobar nuestro éxito o fracaso. No volví muchas veces a Alonsótegui, pero en mi memoria ha quedado el imborrable recuerdo de aquellas cacerías; a la vez excitantes y repulsivas.

 

 

 

 

Caza de ratas

Caza de ratas

Caza de ratas

 

 

 

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