El Hotel de Cornualles
Jesús Zomeño
Holmes no contó los detalles de cómo la señora Moriarty, la cuñada de Lestrade, había conseguido atarlo desnudo a la cama, donde lo encontró su amigo.
Watson intentaba prepararse una tortilla francesa.
-Por favor, Watson, no casque los huevos delante de mí.
Acababan de entrar en casa, el doctor tenía hambre y no quería despertar a la señora Hudson.
-Vamos a la cocina
-Pero vaya despacio, aún me escuecen las ingles.
Holmes no quería quedarse solo. Se debatía entre hablar de ello o callarlo. La señora Moriarty era peligrosa y Watson le advirtió que no fuera a la cita en aquel hotel de Cornualles, pero al detective le atraía la provocación. Acudió disfrazado y la vigiló a lo lejos, una semana completa. Sentía un extraño placer al espiarla, algo parecido a una sensación de control sobre ella. Vio que la mujer pasaba los días leyendo en la playa y que de noche no salía de su cuarto. Una mujer frágil, según observó el detective. Leía a Jane Austen, “Sentido y sensibilidad”. Se sintió satisfecho, porque había desenmascarado a la mujer sensible que había debajo de aquella máscara de maldad y depravación que mostraba en otras ocasiones. Le tentó quitarse el disfraz y presentarse, acaso saliendo a su encuentro por la orilla de la playa, confiarle que su feminidad la delataba; pero, ante tanta fragilidad, no quiso violentarla y prefirió que aquella mujer, que era igual a todas, no sintiera vergüenza.
Escribió una carta a Watson:
“Las mujeres son por naturaleza débiles y solo lo superficial les hace aparentar fortaleza. Basta que sean felices para que se delate su fragilidad, donde pedirán perdón por sentir tanta gratitud como sienten por la vida”
Tanto se regocijaba de su victoria, que la última noche pidió una botella de vino tinto en el albergue donde se alojaba. Un buen vino, el que le recomendó el hostelero. Al día siguiente despertó atado en la habitación de ella.
-No se mueva, Holmes, si desliza las ortigas le inflamarán...
Levantó la cabeza. Estaba boca arriba, atado a la cama, con los brazos y piernas en cruz, desnudo. Habían vaciado un saco de ortigas verdes sobre su entrepierna. Unas ortigas armenias, de especial poder urticante. Al menos, su peso apenas le rozaba, se consoló.
Pero entonces, ella empezó a desnudarse y el hombre a gritar al excitarse. Para hacerlo más gravoso, después de quitarse el vestido, añadió el peso de un libro encima de las ortigas, el de Jane Austen, y siguió desnudándose. Mostró sus pechos, acariciándose los pezones. Por debajo de los gritos, se escuchó el desgarro de la piel del pene al crecer y abrirse paso entre las ortigas. Se desmayó.
-¿De verdad pensaba que no lo había reconocido con esa estúpida barba postiza? –escuchó al recuperar el conocimiento- Merece un castigo, aunque también merece un premio por haberme espiado durante una semana. No me decido. Será mejor que lo acepte como quiera... pero ahora míreme bien el trasero...
Se subió a la cama y de pie, untadas de aceite, se acarició las nalgas. Holmes descubrió que había cambiado las ortigas por rosas españolas, de enormes tallos con espinas, pero eso no pareció importarle demasiado...
Watson entró en la habitación por la tarde. La cuñada de Lestrade lo había citado por telegrama, para que acudiera urgente. Encontró a su amigo atado a la cama. La erección de Holmes era horrible, había alcanzado un tamaño desproporcionado y ahora se mantenía en pie solamente porque los tallos con las espinas clavadas lo apuntalaban, completamente hinchado. Pero la víctima aún sonreía.
El doctor le ofreció un poco de tortilla, cuando volvieron a Londres por la noche. Sherlock seguía distraído, como si pensara feliz en otra cosa al ver los huevos batidos derramándose sobre la sartén ardiendo al fuego.