Queso Francés, Morcilla Española
David Torres
Desde el queso roquefort al noveau roman , pasando por el Mayo del 68, los franceses siempre han sido unos maestros consumados en el arte de la propaganda. De entre todas sus exageraciones, ninguna más rentable que el mito de la Resistencia Francesa, probablemente el más rentable en términos políticos, históricos y morales. De Gaulle hizo creer al mundo que Francia había sido una de las potencias vencedoras, cuando el ejército francés se fundió como mantequilla al paso de los panzers de Guderian, y cuando el gobierno del mariscal Petain colaboró con los nazis a un nivel casi tan rastrero como el de Horthy en Hungría, Quisling en Noruega, Antonescu en Rumanía y Pavelic en Croacia.
Sin embargo, a fuerza de proclamas, De Gaulle se convirtió en el primer general radiofónico de la historia bélica. Aunque prácticamente no hizo otra cosa durante toda la puñetera guerra más que pegar voces por un micrófono gritando Vive la France , su nombre sigue brillando a la misma altura que los de Montgomery, Zhukov, Rommel, McArthur o Yamamoto. Gracias al fraude del cine, cuando uno piensa en un resistente se lo imagina con boina y bigote, montado en una bicicleta, recitando a Verlaine la víspera del desembarco de Normandía con una barra de pan al hombro. Alan Riding y Robert Paxton, entre otros, han demostrado que la Resistencia Francesa apenas fue más que un hábil montaje publicitario, sobre todo si comparamos sus esfuerzos con el heroísmo suicida del levantamiento del gueto de Varsovia, el bárbaro coraje del AK polaco, la tenacidad implacable de los guerrilleros griegos y soviéticos, y la formidable audacia de los partisanos yugoslavos. Woody Allen lo resumió en una sola frase: “Qué valientes eran los chicos de la Resistencia Francesa. Los pobrecillos se hincharon de oír canciones de Maurice Chevalier”.
Estos días se celebra en París, en el Hotel de Soubise, una magna exposición dedicada al período del gobierno de Vichy, una documentada muestra del colaboracionismo estatal, ideológico y cultural con los nazis que supone una patada en las mismas narices del chovinismo. Desde el antisemitismo tradicional de la derecha francesa, que envió de regalo a los hornos de Auschwitz miles y miles de judíos cuyo nombre no constaba en las listas de la Gestapo, hasta la implicación personal de figurones como La Rochelle, Céline, Paul Morand, Edith Piaf, Coco Chanel o el propio Maurice Chevalier. Por no hablar de los comunistas franceses, que se limitaron a bostezar y a brindar con champán hasta el día de la invasión de la Unión Soviética. Si no fuese por el sacrificio glorioso de tantos rebeldes que se levantaron en armas, y por la valerosa resignación de los millones de ciudadanos que sufrieron el oprobio, daría la impresión de que la Resistencia Francesa fue un folletín radiofónico.
En cualquier caso, honra al país vecino esta revisión a fondo de un episodio vergonzoso de su historia reciente, aunque sólo sea por respetar la solemne advertencia de Santayana: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Cuánta falta nos haría a los españoles un ejercicio de memoria similar sobre el mito de la Transición y los años finales del franquismo, aunque para llevarlo a cabo necesitaríamos, al menos, dos o tres Valles de los Caídos. Aquí ha corrido tanta gente delante de los grises que, si los juntasen a todos, no iban a caber en Madrid. Había algunos manifestantes tan concienciados que alzaban las pancartas al tiempo que ocupaban cargos de responsabilidad en los organigramas del régimen y otros tan jóvenes que esquivaron las pezuñas de los caballos mientras aún pedaleaban en triciclo. Por desgracia, aquí la única ley es el olvido y quien mejor definió la historia de España fue Ángel González, que la comparó a una morcilla: “las dos se hacen con sangre, se repiten”.