En la Ciudad Blanca
Ángela Mallén
Doce torres para una ciudad blanca. Doce
torres para una ciudad blanca bajo el sol,
de sábana enjuagada con añil,
de colcha de arabescos y caliza.
Desde lo alto de las torres
(góticas, mudéjares, barrocas)
éramos nosotros dos mosquitos en la ola de calor.
Yo era el insecto más pequeño. Aún no dominaba
mis élitros, mi hálito
mínimo de larva,
mi impulso para alzar
un cuerpo microscópico.
Las torres no sabían, ninguna de las doce
sabía cuánto pesa la memoria de un insecto,
el cúmulo de imágenes miradas
con sus múltiples ojos: universos
gigantes entrevistos parcialmente
desde cientos, millones
de minúsculas perspectivas.
Ascendimos por una de las torres:
la cuarta, o la quinta.
Era enorme la sombra proyectada.
Bajo ella cabrían
varias calles de casas enlucidas,
las cuestas y los cables
tensos del tranvía.
Profusas dimensiones superpuestas a la sombra
de las torres: la cuarta, la sexta, la novena...
Nuestro revoloteo se ajustaba
a un ritmo de mareas,
eclipses, plenilunios...
Jugábamos a ser dos peces boquiabiertos,
dos esferas del cosmos,
dos satélites de la torre primera,
dos pequeños títeres parásitos
perdidos en la ola de calor.
No hablábamos la lengua de las torres.
Desde nuestro inframundo, ¡quién podría entenderlas!
Pero el aliento blanco que exhalaban las calles,
aquel tórrido aire de gelatina estática,
era el medio de cultivo en el que nos larvaba la ciudad
a las torres y también a nosotros.
Si bien ellas eran
doce (la barroca, la mudéjar,
la colosa octogonal...) y nosotros,
sólo
dos mosquitos en la ola de calor.