Y No Fueron Felices porque No Hubo quien Cazara las Perdices
Luis Arturo Hernández
(A propósito de Blancanieves . Dir.: Pablo Berger, 2011, España-Francia, B/N.)
“Era conocida con el apodo de Blancanieves, denominación que refleja la discriminación implícita en el hecho de asociar cualidades agradables o atractivas con la luz y otras más antipáticas o repelentes con la oscuridad.”
James Finn Garner, Cuentos infantiles políticamente correctos
La primera pregunta que uno se hace ante esta Blancanieves de Pablo Berger, obra maestra a la manera de los clásicos del cine mudo en blanco y negro, es “¿para qué?”
Y no es una pregunta retórica que presuponga la futilidad de tal ejercicio manierista, sino una tentativa de entender qué añade este remake del cuento de los hnos. Grimm. O sea, ¿qué necesidad hay de recrear a comienzos del s. XXI la historia de Blancanieves ambientado en los “felices años 20” en el denostado —y cañí— “planeta de los toros”, cuando da sus primeros vagidos el sonoro (1927) y aún no ha nacido el color (1936)?
B/N(IEVES) …
“Blancanieves hizo cuanto estuvo en su mano para agradar a su nueva madre política, pero no pudo evitar que entre ambas se estableciera una relación de frialdad y distancia.”
James Finn Garner, Cuentos infantiles políticamente correctos
Si, como afirma Bruno Bettelheim en su Psicoanálisis de los cuentos de hadas , «En la actualidad, la forma más comúnmente aceptada del cuento de “Blancanieves” relega los conflictos edípicos [“el personaje femenino que siente celos no es la madre, sino la madrastra y no se menciona en absoluto a la persona por cuyo amor ambas son rivales” ( pp. 280-281 )] a la imaginación en lugar de hacerlos surgir a nuestra mente consciente», Berger presenta una dichosa y estereotipada familia castiza española —padre torero y madre tonadillera—, desestructurada melodramáticamente por la fatídica cogida del padre —Antonio Villalta— y la repentina muerte de la madre en el parto —Carmen de Triana—, amén de la posterior muerte de la abuela tutora, que pondrán a Carmencita en manos de la perversa enfermera Encarna, casada con el torero, inválido ya de por vida.
Víctima del narcisismo de la madrastra, la niña aprende clandestinamente de su padre, el maestro, en la finca en que se hallan recluidos — Monte Olvido —, las artes y lances del toreo y, cuando tras sobrevivir al intento de asesinato por parte del montero/sirviente —siervo sexual— de su matrix dominatrix , sea rescatada por los seis enanitos cómico-taurinos de la troupe del “Bombero torero” por esos gaches del oficio, triunfará la joven promesa, que ya apuntaba maneras, en la cumbre del arte de Cúchares, en La Colosal de Sevilla, como hondo y sentido homenaje a la memoria de su padre, en una trasposición del rol propio del cazador —padrino y figura de apego de la niña: “una figura masculina que podría interpretarse como una representación inconsciente del padre: el cazador” ( p. 286 )— al padre lidiador de reses bravas —“el [padre-]cazador no es un personaje que mata criaturas inocentes, sino alguien que domina, controla y somete a bestias feroces y salvajes” ( p. 287 ); su montera versus el montero mayor de la caza menor encarnada en la liebre—, en una secuencia antológica de dominio de la fuerza bruta de la naturaleza en el toro sometido como un unicornio a la rutilante doncella y finalmente indultado —el pañuelo agitado por la sombra tutelar del apoderado del padre que contagia a la afición logrando el pañuelo ¿verde? del indulto de manos de la presidencia—, que proclama el rito de iniciación y de paso de la muchacha a la madurez emocional —“A un nivel más profundo, simboliza [el padre-cazador] la represión de las violentas tendencias animales y asociales que coexisten en el hombre: [el lobo]” ( p. 287 ); o, en Blancanieves , el toro—.
El esplendor de ella—plenitud luminosa del rostro bajo un sol de justicia poética—, el dramatismo de la figuración en el ruedo —el viejo apoderado de Villalta (re matado ya el maestro por la madrastra) transformado en corifeo en el albero, iluminado por una luz blanca, láctea, cuajada de sol, como un castoreño—, la banda (sonora) de pasodoble y la cortesía del toro subliman en belleza, en el mudo resplandor del crítico año1929, y con auténtica maestría cinematográfica, el amor —edípico— de Blancanieves por su padre.
Bastaría, pues, el clímax trágico de esa culminación para consagrar la faena de Berger en ese homenaje a la tauromaquia, ceremonia tan anacrónica como emocionante de vida y muerte que se funde en —blanco y— negro, en B/N (ieves), con la corrección política de una fiesta incruenta —el indulto del toro Satanás (réplica del Lucifer que corneara al padre torero)—, destinada a un acto de justicia poética: el empitonamiento de Encarna —que suma en su haber, amén de la muerte de Antonio, la de su “chico para todo” —, poniendo imágenes en negro sobre blanco —o en el blanco sobre negro de las cartelas del apuntador—al maniqueísmo característico del mundo moral de los cuentos de hadas.
Y LA PARADA DE LOS MONSTRUOS
“—Estoy completamente de acuerdo —dijo otro—. Esta mujer desbaratará nuestros potentes vínculos de hermandad y creará entre nosotros una situación de rivalidad en la persecución de sus afectos.”
James Finn Garner, Cuentos infantiles políticamente correctos
“El poeta está mucho más capacitado para captar el significado profundo de los personajes de los cuentos de hadas que un director de cine y todas aquellas personas que repiten la historia siguiendo su ejemplo.”
Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas (p. 293)
Y, con todo, la perversidad de la madrastra había perseverado en los celos del éxito de la hijastra, que —en la pugna con la mujer madura— habrá sucumbido a la manzana envenenada de la sexualidad quedándose fijada en el estadio catatónico —comatoso— de la inmadurez sexual característica de los gnomos, que a diferencia del cuento clásico de los hermanos Grimm se individualizan —“El dar a cada enanito un nombre distinto y una personalidad determinada –en el cuento son todos iguales- como en la película de Walt Disney obstaculiza la comprensión inconsciente de que simbolizan una forma de existencia pre-individual e inmadura, que Blancanieves ha de superar” ( p. 293 )—, como bufones velazqueños polarizados entre la filia de Rafita y la fobia de Jesusín, en función de deus ex machina ambos —ofreciéndole la manzana, el primero; trocando la vaquilla por Satanás , el segundo—, en su particular homenaje al his pánico modo a La parada de los monstruos , y convertida la chica por su apoderado Montoya — adueñado de ella “de por vida” —, en el final in feliz de un desenlace desgraciado, en un grotesco espectáculo de barraca de feria que concluye, no con el didactismo gnómico , esencial y atemporal de un cuento tradicional —donde “Todo despertar o renacer simboliza la consecución de un estadio superior de madurez y comprensión. […]: una conciencia más profunda, un mayor conocimiento de sí mismo y un grado de madurez más elevado” ( p. 300 )—, sino con la imposibilidad de encontrar “príncipe azul” para la “bella durmiente” más allá del amor edípico a su padre —y esa lágrima de impotencia de la cataléptica postrada en el catafalco ortopédico ante el afecto de Rafita—, de la infelicidad existencialista y fatal a comienzos del siglo XX en este maravilloso pastiche , recreado a comienzos de un siglo XXI —este de Berger— en que la figura paterna, cada vez más ninguneada, se sublima.
¿Y MORALEJA?
Así pues, no fueron felices, porque no hubo quien cazara las perdices… ¿Pero que por qué había que contar nuevamente Blancanieves en el siglo XXI? Pues tal vez porque, al igual que el oyente infantil de los cuentos de hadas tradicionales exige su repetición una y otra vez de idéntica manera, el espectador adulto de cine clásico maravilloso necesita una y otra vez la di versión de nuevas versiones recreadas de distinta manera, sin Finn …