Mejor las Torrijas
David Torres
Es extraño que los observadores internacionales no acudan en masa a España durante la Semana Santa, ya que las tradiciones en estos días señalados oscilan entre el consumo desenfrenado de torrijas y el azote en los lomos hasta que salta la sangre. En Andalucía abundan los actos de vandalismo entre los distintos cofrades, desesperados por buscar los mejores sitios. Un buen puesto para la observación de procesiones puede costar entre una noche entera a la pata coja y un par de hostias consagradas. Son días en que se unen el fervor y los buenos sentimientos, como le oí hace ya muchos años a un gitano emocionado ante el paso de la Virgen en Almuñécar: “Si es que el que no crea en esto, es para matarlo a puñalás , no me jodas”.
Hablando de fervor religioso y de viejos tiempos, no puedo dejar de mencionar a Mongo, un personaje mítico del madrileño barrio de La Elipa que se pasaba las tardes en el bar de los salesianos invitando a los chavales a cervezas. A Mongo lo sacó mi amigo Antonio Jiménez Barca como personaje secundario en su primera novela, Deudas pendientes , con cuya lectura recobré el sabor perdido de aquellas tardes gastadas entre partidas de futbolín y cigarrillos de segunda mano. Gordo, enorme y sonriente, igual que esas estatuas doradas de Buda que, no se sabe por qué, flanquean los restaurantes chinos, Mongo se acercaba sosteniendo un botellín con la pinza de sus dedos y esbozaba su saludo ritual: “¿Chupito?” Al rato ya nos estaba contando curiosas historias de devoción que incluían penitentes que se arrastraban sangrando y en pelotas hasta lo alto de una ermita mientras otros, como él, preferían llegar borrachos perdidos. “Ponerse pedo” soltaba el Luismi. “Menuda devoción la tuya”. “Ponerse pedo es la devoción más bonita que hay” pontificaba Mongo, agitando el botellín como si fuese un hisopo, y desde luego más de un antropólogo le habría dado la razón.
A Mongo el mote le venía por su rostro, teñido de la dulzura del síndrome de Down, aunque su gracia, su donaire y su ingenio desmentían de inmediato cualquier conato de compasión o de burla. Una vez nos estaba enseñando un pequeño crucifijo de plástico que llevaba colgado al cuello, alabando sus supuestas virtudes, cuando un recién llegado le espetó: “Mira que eres gilipollas, a tu edad creyendo en esas chorradas”. “Gilipollas tú” replicó Mongo sin perder la sonrisa. Rápidamente desenroscó la cabeza del Cristo y nos mostró el hueco: “Lo llevo para guardar el costo”.
No sé por dónde andará y bendito sea, esté donde esté, pero a Mongo le habría encantado enterarse de que todo un secretario de Estado de Seguridad no tenía otra cosa mejor qué hacer que asistir a la imposición de la Medalla de Oro al Mérito Policial a la Virgen María Santísima del Amor. Seguramente habría comentado algo a su estilo lacónico y veloz: “¿Y qué querías, hombre? ¿Que le pusieran una multa o que le colocaran las esposas?” Tampoco hubiera desentonado lo más mínimo en la ceremonia de fe legionaria en la que participó Susana Díaz junto a varios prebostes locales, aunque, conociéndolo como lo conocí, no sé si se le habrían ido los ojos hacia el cuerpo de Cristo o hacia los bíceps de los legionarios. Mongo también habría aplaudido con cachondeíto andaluz la decisión de Gallardón de indultar a un banquero convicto y confeso por Semana Santa, repitiendo el error garrafal de Pilatos al soltar a Barrabás en lugar de a Jesucristo. No vaya a ser que la justicia funcione por una vez y nos quedemos sin crucifixión, sin sangre y sin torrijas.