Desconozco si ocurre en todas las ciudades y a todas las personas, si sólo sucede en mi ciudad, si sólo yo lo observo o si todo es producto de mi mente enferma. Es algo de lo que uno no habla para que no le tomen por loco. Yo lo descubrí por culpa de mi constante insomnio. Debido a ese trastorno, que según mi agudo psiquiatra es debido a que mi padre fue asesinado en casa por un ladrón que nunca fue localizado, son muchas las noches en que, aburrido de dar vueltas en la cama, hastiado de los insoportables programas de madrugada de la televisión, enrojecidos los ojos por la lectura o agotada temporalmente mi videoteca, salía a pasear de madrugada por mi ciudad. Es una ciudad provinciana y tranquila, por lo que a esas horas las calles están desiertas, despejadas incluso de las gentes peligrosas que infestan las noches de las megalópolis. El silencio es absoluto, con la excepción de los maullidos de los noctámbulos gatos. Apenas te cruzas con algún camión de la basura cuyos empleados macilentos tienen algo de zombis.
Durante aquellos insomnes paseos, mi mirada se posaba en cualquier objeto que se distinguiera de las uniformes sombras, en especial en las ventanas que veía luz, deteniéndome para escudriñarlas, y esperando a ver si se producía algún movimiento que me permitiera adivinar si allí vivía algún alma gemela con trastornos del sueño o entreteniéndome en imaginar qué otro motivo podía hacer que alguien estuviera levantado a esas horas. Muchas de las casas de alguno de los barrios de la ciudad son viviendas de techo libre, por lo que se sabe fácilmente lo que ocurre dentro de ellas aunque los postigos estén cerrados. No pocas veces escuché los gemidos del amor y, en más de una ocasión en que las contraventanas no estaban cerradas o lo estaban a medias, fui voluntariamente voyeur del ardor de la pasión ajena. Compartí peleas y suspiros de desconocidos sobre cuyo sentido cavilaba durante gran parte del resto del paseo.
Una de aquellas noches fui testigo de un espectáculo que me alarmó. Escuché una violenta discusión y me acerqué a la vivienda de la que salían los gritos. Me extrañó comprobar de cuál se trataba. Solía pasear por allí con cierta frecuencia durante el día y pensaba que la casa estaba deshabitada. La persiana, a medio bajar, ocultaba en parte la ventana, pero no llegaba hasta la base. Agachándome, miré a través de ella y vi a una pareja joven que peleaba entre voces. En un momento dado, la mujer dio un bofetón al hombre y éste le devolvió el golpe con más fuerza, haciendo que ella cayera al suelo. Estaba a punto de tocar al timbre cuando vi como el hombre se agachaba y la abrazaba pidiéndole perdón. En un momento, la discusión se metamorfoseó en lágrimas compartidas y en súbita reconciliación, con el apasionamiento que surge de inmediato entre los más jóvenes en esas circunstancias. Tras comprobar cómo el ardor del amor disipaba todo riesgo de nuevas peleas, proseguí mi paseo.
Un par de días después, aquella escena seguía dándome vueltas en la cabeza, manteniéndome en un estado de intranquilidad. Decidí acercarme por allí para ver si notaba algo extraño que me confirmara que aquello había sido sólo un hecho aislado y que me alejara de la mente la idea de hacer una denuncia en la Policía; cosa que no me apetecía demasiado para no tener que dar explicaciones de mis deambules nocturnos. Al llegar a la vivienda, tuve que dar varias vueltas a la manzana para asegurarme de dónde había tenido lugar aquella escena. La casa, tal y como había sido mi primer pensamiento la noche de la discusión, parecía abandonada e incluso, casi en ruinas. Las persianas aparecían bajadas y con varios listones rotos. Cerca había un bar de barrio, adonde entré con idea de averiguar algo más. Para mi perplejidad, el camarero, un andaluz con ganas de charlar con su único parroquiano, me aseguró que la casa estaba abandonada desde hacía siete años, en que se había producido un asesinato. El marido, en una de las habituales discusiones que mantenía con su mujer, la mató de un golpe y después se suicidó.
A lo largo de los siguientes meses, fueron varias las ocasiones en que pude ver en mis vagabundeos nocturnos, a través de las ventanas, hechos que, como pude comprobar los días posteriores mediante averiguaciones, habían ocurrido en el pasado. En casi todas estas inexplicables visiones había un punto en común: la violencia que tenía lugar o que se palpaba latente. A pesar de ello, algo en mi interior me empujaba a seguir buscándolas; una atracción inexplicable me hacía seguir fisgoneando en aquellas violentas intimidades que sólo lograban crearme un desasosiego comprensible. No lo comenté con nadie. Menos aún con mi psiquiatra, del que no me había fiado nunca y del que tenía más de una evidencia de que, al menos de parte de las sesiones, mantenía informada a mi madre. Además, alguna de las escenas me resultaba familiar, y me hacía dudar de si ya las habría contemplado en tiempos pretéritos, si eran producto de mi imaginación, acaso por haber oído anteriormente sobre esos sucesos, o si cualquiera que hubiera estado a mi lado podría haber compartido conmigo su contemplación.
Una noche, hace de ello ya tres meses, me encontraba a oscuras en el que es mi dormitorio desde mi niñez, mirando sin ver un programa de televisión. De pronto, algo me hizo levantarme y dirigirme a la ventana que da al patio interior de nuestra casa. Frente a mí, en la salita que linda con la cocina, vi luz. En la habitación, junto a la mesa de escritorio que aparecía limpia de objetos, estaba sentado un hombre que me daba la espalda. Se levantó y se giró hacia mí. No pude creer lo que mis ojos me mostraban. Aunque habían pasado quince años desde la última vez que lo había visto vivo, reconocí a mi padre. Quedé paralizado mientras mi padre se quedó mirando en mi dirección. Mi cuarto estaba a oscuras, así que él no debía verme. Al cabo de un tiempo que no puedo precisar, observé a sus espaldas a un hombre que se le acercaba con una pistola en la mano. Quise gritar para advertirle, pero de mis labios no salió sonido alguno. Mi padre se giró y, en cuanto se encaró con el desconocido, escuché dos detonaciones. Mi padre cayó al suelo; supuse que muerto. Yo permanecía helado, con mis músculos incapaces de reaccionar. El hombre se agachó y pareció comprobar el estado de mi padre. Se incorporó y se giró hacia la derecha, abriendo la boca como si estuviera hablando con alguien. Entonces entró una tercera persona. Era mi madre. Intenté gritarle un aviso, pero como sucede en algunas pesadillas, me era imposible siquiera abrir la boca. Contemplé como mi madre se acercaba al asesino y, ante mi incredulidad, le agarró por la nuca y le besó. Después se sentó sobre la mesa y, separando sus piernas, copuló con aquel hombre a escasos metros de donde yacía el cadáver de mi padre..
Me desperté en el suelo. No sé si aquella visión fue un sueño producto de mi mente enferma o si, de pronto, recordé lo que vi hace quince años y que había permanecido bloqueado hasta entonces. Lo que sí sé es que he dejado de visitar al psiquiatra, que cada vez que estoy con mi madre siento un dolor que me lacera el corazón y que ya no miro jamás por las ventanas.