XII
Cierta vez que promediaba
triste noche, yo evocaba,
fatigado, en viejos libros,
las leyendas de otra edad...
Eso es todo, y nada más.
Edgar Allan Poe
Cada vez que Haydeé Dormus
–mi maestra de inglés–
entornaba sus blanquísimas piernas
y se dejaba ver
un espléndido eclipse sobre el monte de venus,
una onda telúrica me recorría el cuerpo
y erguía entre mis muslos aquel trino
que aún mi pájaro-niño no sabía cantar.
Mis ojos en incendio
iban goteando breves carbones de lascivia,
adivinaban nidos fornicantes
en cualquier lugar secreto de la escuela.
Toda niña era Haydeé
con las piernas en llamas opacando la luna
y era la luna misma sobre el monte de venus
provocando erupciones en cada movimiento.
Cada niña poseía la llave de mi febril gorjeo.
Ahora me doy cuenta:
bajo mi bragueta lo que había era un cuervo
que iba inventando lunas,
negras lunas,
para que Venus
la diosa del amor
encegueciera,
y todo fuera instinto,
y nada más.
XIII
(Pequeño ficcionario de zoología)
Mi pueblo es una mezcla
de verdad y ficción
pues todo lo que pasa
está ocurriendo y no.
El presente es un vaso de éter
para beberlo en caso de que el pasado falle
y el pasado es unos lentes negros para observar el sol.
De manera
que todo es del cristal
del sueño con que se mira.
Ah, mi pueblo,
en donde las cigarras amanecen frotando su furiosa canción
contra el guardabarranco
que en términos zoológicos no existe,
ya que ejerce una labor ajena,
la del topo.
Y el Sordogüis sordogüis sordogüis,
obsesivo pastor de los crepúsculos,
cuya alharaca atardecida mata al sol.
Y ese genial y enorme escarabajo,
el Cornizuelo,
de pronto sube a un árbol y no baja más:
de su flojera van emergiendo ramas
que sorpresivamente se convierten en hojas
de cuernos florecidos.
Y el chichiltote,
hamaqueando sus crías en los altos madroños
para que por las tardes sus polluelos entonen
la insólita canción
del arrecife mudo mudado a tierra firme
sólo a aprender a hablar.
Y la iguana dorada
que únicamente porta su color por veinticuatro horas
y después se convierte en un enorme lagartijo sin cresta,
de piel salamandrina,
asesinado por la luz del día.
Y la más asombrosa ave de rapiña,
predadora brutal de los pantanos,
el pájaro-león de anca moteada.
Mi pueblo es una mezcla
de verdad y ficción
pues todo lo que pasa
está ocurriendo y no.
XIV
(A Benjamín Valdivia)
¡Torres de Dios! ¡poetas!
¡Pararrayos celestes!
Rubén Darío
Antes, el poeta era un músico
que daba saltos frente a la orquesta...
Nicolás Guillén
Y el clarín de babel
pida nácar
...por la joya al infinito...
...Tralalí...
Vicente Huidobro
Tralalí Huidobro tralalí,
tras la á Darío tras la á,
sóngoro cosongo Nicolás.
Así aprendí poesía tralalí,
siguiendo los sonidos de la í,
hurgando en los pantanos de la a,
eruptando las óes
Nicolás.
Porque mira,
Darío tralalá,
la palabra certera es de Mambrú:
el lenguaje es combate de marfil
por los acantilados del humor.
Si te faltan palabras,
Nicolás,
vas y buscas y encuentras el Guillén
que te sopla en la risa su rubor
y tienes para entonces cien por cien
de todo lo que en ritmos hace bien.
Y el nombrado Darío
en clave “azul”
era sólo un García de papel
que llevaba escondido en su anaquel
las letras derrumbadas de Babel
que cayeron al piso en tiempo aquel
sólo porque el señor del Montresol,
el feroz eternauta,
el Altazor de todos los espacios,
hasta el del corazón y el de los huesos
y el de la débil carne,
el gran señor feudal del firmamento,
bello como un ombligo,
pero con poca risa en el nombrar,
vio pentateucamente
que el lenguaje risueño:
de locos es,
de atar.
Los dejo con Huidobro
lunatando,
montañendo urularios tralalíes.
Y que Dios los perdone,
amados mitradentes:
flotan en un ladrillo de Babel.