Me pregunto tras leer lo último de la autora belga Amélie Nothomb, hasta qué punto escribe ya para su familia de lectores, que se cuentan por miles en todo el mundo. Unos lectores que la conocemos, le reímos las gracias, le perdonamos su cada vez más acentuado esquematismo y reconocemos sus filias y fobias nada más presentirlas. Y sus temas recurrentes.
En esta nueva entrega, puntual como todos los años a su cita con las mesas de novedades españolas, hacen aparición estelar dos de sus mejores obsesiones. Y cuando digo mejores quiero decir dos de las obsesiones que más réditos literarios han arrojado en la trayectoria de la autora. Por un lado, la perversidad de una juventud con nada que perder, que se enfrenta al mundo con la misma crueldad que recibe de él y, por otro, la identidad, la búsqueda, la construcción, la enajenación de la propia identidad.
Está claro que a Amélie Nothomb le gusta hablar de adolescentes. La suya hacia los jóvenes no es ni mucho menos una mirada amable, pero tampoco despiadada. De algún modo, de vez en cuando se vale de una historia para decirle al mundo: cuidado, que éstos serán pronto mayores, y son capaces de todo: de lo mejor y también de lo más horrible. Lo hizo ya en Antichrista, tal vez su mejor novela, y lo hace de nuevo aquí, a través de la historia de Joe, un aprendiz de mago expulsado de su casa por su propia madre que se convierte en el discípulo de uno de los magos más importantes del mundo. Tiene sed de conocimiento, tiene necesidad de ser amado, tiene una enorme ambición, pero también tiene un plan. Un plan que la autora no desvelará hasta la última página, que se sacará del sombrero como una ilusionista. En ese sentido, esta novela se parece -y mucho- a un truco de magia. Por momentos nos embelesa, aunque sabemos a ciencia cierta que la narradora nos embauca. Y cuando todo ha acabado, mientras paladeamos lo leído, nos preguntamos cómo lo ha hecho, por qué no hemos visto antes el truco.
Aunque la magia y el plan de Joe son sólo un pretexto para hablar de lo que realmente importa en esta historia: la búsqueda de la persona que habrá de convertir en alguien especial. Ya ocurría en Estupor y temblores, en la ya citada Antichrista y en varias otras obras de la autora. En esta novela, todo ocurre porque los personajes se sienten desvalidos y se aferran a su clavo ardiendo. El de Casandra, la madre de Joe, es el amante que fuerza al hijo a dejar la casa. El de Joe es el timador sin nombre. El de Norman es Joe. El de Christina, la pareja de Norman, es el propio Norman. Y así, Nothomb teje un entramado de relaciones perversas pero perfectamente verosímiles, muy bien sustentadas, que son en realidad lo mejor de esta novela breve, casi sincopada, de diálogos minimalistas y cortantes -marca de la casa-, en que las cosas se dicen que si hubiera prisa por terminar de una vez. Un estilo certero, medido, que sus seguidores valoramos y disfrutamos, pero que puede sembrar el desconcierto entre aquellos que se incorporen a estas alturas a la obra literaria de su autora.
Sea como sea,
Nothomb tiene un oficio innegable y una capacidad para fabular que se mantiene intacta a pesar de su ritmo de escritura (ella confiesa escribir cinco o seis novelas al año, y elegir de entre ellas sólo una para darla a sus editores). Da lo mismo que su prosa sea autoficcional (como ocurría, de hecho, en la anterior,
Una forma de vida o en la estupenda
Ni de Eva ni de Adán) o que sea absolutamente ajena a ella misma, porque siempre tenemos la impresión de que nos cuenta sus intimidades. Y lo hace con un dominio tan absoluto de lo narrado que deja siempre con la boca abierta. Y con ganas de más. Un problema con solución a la vista: sólo hay que esperar un año y tendremos nueva novela.
No dejes de visitar La tormenta en un vaso.