- ¡Hasta mañana, Dorothy!
- ¡Adiós Mortimer! -respondió Dovima automáticamente.
Una vez se despidió del último cliente del bar, retiró con la bayeta unas migajas de la barra y deshizo el lazo de su delantal. A sus cincuenta y siete años, Dovima no había perdido un ápice de la elegancia que la había hecho mundialmente famosa. Ciertos signos de la edad se evidenciaban en sus cabellos canos y en las arrugas de su cuello y manos. Sin embargo, su porte esbelto era el de siempre y la dama se desenvolvía dentro de aquel bar como el cisne en el estanque.
Aquella calurosa tarde de agosto, Dovima vestía una favorecedora petite robe noire regalo de la mismísima Coco Chanel. Nadie en aquel bar de carretera del condado de Broward, Florida, podría haberse percatado de semejante detalle, a excepción del hijo del reverendo Mitchell, un taciturno adolescente con gafas de pasta que miraba y admiraba a aquella mujer, oculto tras un batido de cerezas y soda. Dorothy Virginia Margaret Juba -este era el nombre real de Dovima- había tenido que hacerse cargo del negocio al enviudar de su tercer y último marido. Se trataba de uno de los muchos establecimientos 24 hours desperdigados por la carretera que unía el aeropuerto de Fort Lauderdale con el resto de poblaciones. La clientela, variada y circunstancial, se componía básicamente de camioneros que cubrían la ruta de Miami a Palm Beach y familias de turistas en la época veraniega.
Aprovechando aquél momento de tranquilidad, Dovima colgó el delantal y se dirigió lentamente hacia al porche de entrada al local. Una vez fuera, apoyó su hombro en un poste, abrió una delicada pitillera de Cartier y deslizó sus largos dedos entre los cigarrillos antes de decidirse por uno. El sol de la tarde la deslumbraba con intensidad y el ruidoso camión de Mortimer pasó por delante levantando una considerable polvareda. El entarimado de madera tembló levemente bajo los pies de Dovima. Ella entonces cerró sus ojos y un recuerdo la trasladó a París.
Fue en el año 1955. Tenía ella veintiocho años y posaba en el Cirque d'Hiver luciendo el primer traje de noche diseñado por Yves Saint Laurent para el atelier de Christian Dior. También aquella mañana de agosto, el suelo de madera tembló sensible al movimiento brusco de los enormes elefantes entre los que se encontraba posicionada. Todavía recordaba con perfecta claridad aquellos sonidos; el crujir de las cadenas, la fusta del domador y especialmente los disparos incesantes desde el obturador de la cámara de Richard Avedon. Concentrada en su postura, la modelo tenía a los animales fuera de su campo de visión. Sin embargo el intenso aroma que desprendían aquellos titanes no le hacían olvidar su presencia. Aun así, Dovima no tenía miedo. Permaneció posando impávida y serena con la seguridad de estar participando de un momento de creatividad absoluta.
Dovima, conocida también como Dorothy Horan (Virginia, 1927 - Florida, 1990), fue la maniquí mejor pagada de su época. Descubierta por el fotógrafo de moda Irving Penn, posó para los más grandes fotógrafos luciendo los diseños de Christian Dior, Balenciaga o Pierre Balmain, entre otros. Durante la década de los cincuenta, sus fotografías ocuparon un lugar preferente en publicaciones como Vogue o Harper's Bazaar. En 1962 decidió retirarse del mundo de la moda. Tras infructuosos intentos en el cine, terminó realizando empleos totalmente anónimos como vendedora de cosméticos o camarera. Murió en 1990 a la edad de sesenta y dos años.
Sin lugar a dudas, Dovima con elefantes es una de las instantáneas más reconocidas en la obra del fotógrafo norteamericano Richard Avedon. De hecho, se trata de la única fotografía de moda incluida en el grupo de las mejores instantáneas del siglo XX. Algunas copias de la misma forman parte de los catálogos permanentes del MoMa y del Metropolitan Museum de Nueva York.
Conocía las fotografías de Avedon, pero tras acudir recientemente a una conferencia sobre su obra, me cuestioné qué papel ocupaba la figura del retratado dentro del proceso creativo. Considero que el caso de Dovima, o Dorothy ejemplifica que, en ocasiones, detrás de una gran fotografía hay un gran historia.
Nunca sabré si Dovima fue consciente de la gran repercusión que tuvo la instantánea para la que posó aquella mañana de agosto. Desconozco también cómo transcurrió realmente su vida en el anonimato. Sólo espero que este texto sirva como tributo a todas aquellas personas (dígase modelos, atletas, milicianos, amantes furtivos...) que con mayor o menor conocimiento contribuyeron de forma determinante en la creación de instantáneas que a día de hoy se han convertido en iconos.