Montañas ateridas son tus pechos,
cubiertos por eterna nieve blanca
hasta que la derrito con mis labios,
hasta que la acaricio con mis manos.
Entonces se transforman y se entregan,
me ofrecen sonrosadas aureolas,
para que inicie el baile decisivo
que arquee al fin tu cuerpo de gacela
y descienda hasta el valle del misterio
que oculta cavidades intangibles
mientras beso tus planicies tersas,
morena desnudez que ya deseo.
Y no quiero poseerte pronto
y retraso el momento, mientras puedo,
jugando con tus trenzas, desbrozando,
el suave manto de tu pelo negro.
Hasta que la llamada inquieta de tu sexo
me urge a penetrar hasta la estancia
donde olvido mi nombre y mi prudencia,
donde siembro mi amor en fluidos nuevos.