Empiezo a escribir esto en el hindú que hay al lado de mi casa, mientras espero, con una copa de vino blanco y pan de lentejas sobre la mesa, que esté lista la comida que he encargado para llevar. La salsa del pollo Tika Masala es rosa, lo he pedido otras veces. Por la ventana que llega hasta el suelo, la calle Alameda parece ajena al desgaste que está devorando la ciudad, a ese sol que ya tiene algo de corrosivo y que, a las dos de la tarde, se desliza atrevido por el mantel y le da a las fachadas el aspecto de un día de entierro siciliano.
En mi campo visual, pienso, falta la sangre en la pared.
Acabo de dar por terminada una misión de reconocimiento. El país está en huelga, pero el camarero hindú, delgado, joven y un tanto desaliñado, con la camisa por fuera y sin planchar, no parece saberlo. En realidad, nadie parece saberlo a nuestro alrededor, aunque tan sólo a unos pocos metros, delante del Prado, las cafeterías no han abierto y la quietud propia de un domingo se mezcla con el eco de las protestas en Sol. Hay octavillas de propaganda por el suelo y, en algunas persianas y escaparates, carteles de ‘Cerrado por huelga’, pero todo parece envuelto en una soledad endémica, de ciencia ficción. No hay niños, ni trayectos que se ajusten a los horarios, y la basura no recogida se apila junto a las aceras o asoma de los contenedores repletos y volcados.
En la calle del León y la calle Huertas la mayoría de los negocios han secundado la huelga (muchos de ellos bares y restaurantes), sin embargo en la plaza de Santa Ana las terrazas están llenas de extranjeros con bufandas de un equipo de fútbol que soy incapaz de identificar. En la calle Matute, hay un perro gris atado a un pilón. Su aspecto es famélico y muestra indiferencia al niño chino que juega a su alrededor con unos vaqueros y una camiseta sucia. En apariencia nadie les presta atención, pero no es así. Se puede comprar en el supermercado chino. Desde la caja, la madre del chinito intenta vigilarlo inútilmente y se pone nerviosa cada vez que lo pierde de vista, porque eso implica que se está acercando demasiado a la calla Atocha donde, aunque el tráfico hoy es casi inexistente, lo pueden atropellar.
De los pakistaníes, discretamente abiertos, sale un anciano. En una mano lleva el bastón; en la otra, una bolsa blanca, de plástico, no demasiado llena. Se desorienta un poco y, al subir el desnivel que lo separa de la calle, se golpea la cabeza con la persiana a medio bajar. El sonido del golpe es hueco y el anciano empieza a despotricar contra los tenderos tachándoles de hipócritas, amenazándoles con una demanda ‘en caso de que la herida sangre’ e instándoles a subir la persiana ‘con dos cojones’.
Un grupo de adolescentes que presencia la escena intercambia risitas contenidas; Una pareja que me sigue los pasos está demasiado concentrada debatiendo sobre quién tiene el poder de las armas en el mundo como para darse cuenta del tropiezo del viejo; y yo, que ni siquiera estoy en el escenario del conflicto porque me identifique con él, sino porque hoy me ha tocado librar, me repito una vez más que ninguna imagen es real, porque todas resultan de razones equivocadas.
¿Cuántas personas que sí querían hacer la huelga no la han hecho porque necesitan (y ese es el verbo exacto) los 100€ que perderían si la secundaran? ¿Cuántas, como yo, tal vez las peores, consiguen sin proponérselo nadar y guardar la ropa con tal de mantener su conciencia a salvo de la Verdad? ¿Cuántos pequeños y medianos comercios del centro de las ciudades han cerrado por miedo a los destrozos que podría suponerles la apertura en la cuenta total?
Uno de mis mejores amigos me dice que prefiere no salir a comer porque no quiere consumir en el día de la huelga; lo respeto. No me sorprende, aunque mi organismo, que tiende a rebelarse sin causa ante cualquier posibilidad, reacciona pidiéndome que yo sí salga y busque un Burger donde conseguir una hamburguesa con patatas para llevar. Por eso me ducho y bajo al sol y empiezo a vagabundear por una ciudad desierta, dejándome llevar por mis siempre certeros jugos gástricos, que van cambiando de opinión virando hacia la gastronomía hindú.
Ahora vuelvo a estar sentada esperando el pollo, golpeando el Pilot negro contra la hoja del cuaderno. Ayer por la tarde, en la tienda, Gustavo Cuervo y Suso Mourelo, mantuvieron una interesantísima conversación sobre China. Vino bastante gente. Con Javi librando, yo la escuché desde el principio hasta el final. Me sentí un ser cultivado, puesto al día, rodeado de otros seres cultos y con inquietudes. Comprometidos. A través de la pared de cristal de la cafetería, Madrid parecía más grande, el escenario de una de esas películas que terminan con los sueños del protagonista haciéndose realidad. Luego, por la noche, tirada en el sofá, di en el 24 horas de Televisión Española con un ‘Comando actualidad’ sobre el paro; y comprendí que, entre unas cosas y otras, estoy habitando un mundo que ya no existe. Soy como uno de los músicos del Titánic, que se quedaron tocando en el barco hasta el final.
Nos estamos hundiendo, pero este no es el camino para salvarnos.