Me he fijado en el tipo cuando estaba en la estación. Quizá la bolsa enorme que carga a la espalda mientras recorre inquieto el andén de extremo a extremo como si no pudiera esperar sin moverse la llegada del tranvía, o su mirada turbada que arremete a los ojos de quien le mira antes de ponerla rápidamente en fuga, como quien propina un golpe e inmediatamente se bate en retirada. Luego me olvido de él, entramos por puertas diferentes y, después de validar la tarjeta, me coloco en el lado inverso. Me entretengo en mirar a la gente que hay cerca cuando el tipo cruza otra vez ante mí, la bolsa cargada del hombro, la mirada igual de agitada como el incisivo puntero de un láser en movimiento. Se para junto a una mujer joven que está leyendo un libro pero ella acaba por levantar la vista alertada por su acercamiento sin motivo. Cuando se ve sorprendido pasa de largo, se va hacia la otra punta del tranvía, da la vuelta y vuelve a pasar hacia el otro lado. Yo sigo con curiosidad su deambular inquieto, en un punto equidistante entre animal asustado y secuestrador que rebusca entre los rehenes al próximo a quien descargarle el tiro de gracia. Ahora, unos metros más allá, veo que se sienta junto a una adolescente que mira por la ventana. Otra cosa no, pero para las mujeres tiene buen ojo. Una anciana que también viaja de pie me hace esta observación cuando ve que estoy reparando en el tipo. Cada día lo mismo, buscando chicas guapas y arrimándose a ellas lo que puede. Es un enfermo. Sí, le contesto, me he dado cuenta de que no era muy normal cuando estábamos en el andén. La mujer empieza a hablarme de las veces que lo ha visto y de que siempre hace lo mismo, que cuando alguien se enfrenta con él baja en la siguiente parada. Luego me relata algunos lances y me habla de los locos que andan sueltos por la calle, de los delincuentes, de los violadores y de los pederastas, sobre todo de éstos. Me cuenta que tiene dos nietos preciosos y que si algún día alguien le pusiera la mano encima no sabe de qué sería capaz. Me lo dice casi apretando los dientes, tensando con dignidad su fragilidad anciana, unos setenta y pocos años, chaqueta austera y un pequeño bolso de charol negro cruzado del hombro. Yo le digo que es verdad que hay mucho loco suelto. Entonces vemos que el tipo se acerca otra vez y los dos desviamos la vista hacia él instintivamente, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, cargando de reproche nuestras miradas y haciendo que se detenga, que recule y que acabe por volver sobre sus pasos hasta situarse en el otro extremo del tranvía, junto a una puerta de salida. Como un equipo que une sus fuerzas para derrocar al adversario. La mujer, satisfecha por la victoria, sigue hablándome de sus nietos y hasta me enseña una foto que lleva en el monedero que saca del bolso. Preciosos, le digo. Lo guarda y se despide de mí, la siguiente es la mía, me anuncia. Antes de que se cierren las puertas yo también me bajo del tranvía. Camino tras ella, la calle está oscura y sólo se oye la pauta acompasada de sus pasos y, un poco más apagados, los míos, como un eco que apenas se distingue del sonido que repite. Pero ella acaba por notarlo. Veo que disminuye el paso y se detiene lentamente antes de girar hacia atrás la cabeza. Cuando agarro la correa de su bolso y lo estiro con fuerza se me queda mirando confundida, como si no entendiera que estoy haciendo en su calle si hace un momento estaba dentro del tranvía.