Hace ya varias semanas que, al cruzar el puente que conduce a mi biblioteca de guardia, he vuelto a gozar con los asaeteados vuelos de los vencejos. Los vencejos son los primos discretos de las poéticas golondrinas del maestro de la rima de cuya estela los poetas contemporáneos luchan con desigual fortuna evadirse, y de los elegantes aviones comunes. Como no podía ser menos, los afilados vencejos comparten con unos y otros muchos rasgos genéticos.
Todos ellos vienen a nuestro país en primavera, al igual que las becadas lo hacen cuando el frío. Aunque en mi juventud siempre me atrajeron más los oropeles de golondrinas y aviones, desde que vivo en la isla de la calma, me he ido aficionando a la contemplación de los vencejos, ya que desde mi ventana sólo se escuchan sus agudos y cortos chillidos durante la temporada turística. Año a año, aunque sin prestarles demasiada atención, han pasado a formar parte de mi vida y, a pesar de que jamás he podido contemplar como cazan uno, sé que velan para que ni a mí ni a mis congéneres nos pique uno de esos temibles mosquitos tigre que han comenzado la inmisericorde invasión del país.
No obstante su vuelo estilo Ferrari, los vencejos son discretos, de un color uniforme –habitualmente pardo-; nada que ver con el negro brillante de sus primas golondrinas o los destellantes toques blancos dorsales de los aviones. Pero si uno detiene su vista ante ellos un momento, descubre hechos que los hacen más interesantes que la mayoría de nosotros. Su vida se envuelve en misterios y leyendas urbanas dignas de la película o relato más inquietante.
Según se afirma, jamás se posan en el suelo. Al caer la noche se elevan hasta una altitud de dos o tres mil metros y allí permanecen flotando en el aire mientras duermen, batiendo sus alas a un ritmo mucho menor del veloz ritmo diurno, como unos auténticos tiburones del aire, pese a su minúsculo tamaño y las mayores dificultades que entraña flotar en la atmósfera que en el agua.
Un querido amigo residente en El Carmen de Granada añadía hace unos años otro hecho perturbador. Debido a la gran envergadura de sus alas en comparación a su cuerpo, si se posan o caen al suelo, son incapaces de remontar el vuelo. Él aderezaba la inquietante –sí, para mí es un hecho inquietante- circunstancia aderezándola con la anécdota vivida. Afirmaba haber encontrado a varios vencejos a lo largo de su vida en dicha situación, haberlos cogido y tirado suavemente al aire para que recuperaran su aérea vida. Sin embargo, mi experiencia reciente es otra.El año pasado, entrenando para el Camino de Santiago, en un mismo día, por vez primera, vi, no uno, sino dos vencejos en el suelo. Al acercarme a ellos con intención de salvar su vida, salieron volando dejándome con expresión perpleja. ¿Sería un único vencejo que se divertía a mi costa? Si era una broma, fue de las que me gustan.
Pero volvamos al presente. Los vencejos que he ido contemplando esta semana sobre La Riera, son negros, no pardos. Y además parecen más voluminosos. He de reconocer que la variación es de mi agrado. Su vuelo acelerado y su forma de saeta, me traen a la memoria una serie de televisión de mi infancia –la flecha negra- de la que, a mi pesar, sólo pude ver un par de capítulos. En esa época, un niño jamás podía ver todos los capítulos de nada ni completar ninguna colección de cromos salvo algunos pocos privilegiados.
Pues bien, esta tarde, de nuevo hacia la biblioteca, el cielo estaba completamente cubierto por una especie de niebla alta que incluso velaba al propio sol, del que no se distinguía con claridad su forma circular. Era una cortina de un gris claro uniforme que cubría el cielo por completo, lo que constituye un fenómeno meteorológico nada habitual por estas latitudes. Pero no le he dado mucha importancia hasta que he llegado al puente con idea de contemplar con envidia sana el hiperactivo y libre vuelo de los oscuros vencejos. Ante mi pasmo, los vencejos habían desaparecido. Sólo las carroñeras gaviotas volaban por el cielo. Otro misterio de los vencejos. He de reconocer que durante un rato me he temido lo peor. Dicen que la desaparición de las abejas implicaría el fin del mundo. ¿Qué significaría la desaparición de los alegres y bullangueros vencejos?
Tras intercambiar libros, comics y discos en la librería, he regresado a mi casa, pero me ha sido imposible permanecer allí. He marchado a una plaza próxima, en cuya terraza me he quedado durante hora y media. Al rato, la extraña niebla ha desaparecido como por ensalmo y el sol ha vuelto a escena. Minutos más tarde, he visto en lontananza unas pequeñas manchas cuyos acrobáticos giros indicaban que se trataba de dos vencejos. He respirado con un alivio difícil de racionalizar. Con paso acelerado, me he dirigido de nuevo al puente. Sí, allí estaban, aunque menos numerosos que otros días y manteniendo un vuelo más elevado, sin lanzarse en esos impresionantes picados que les hace acercarse hasta pocos metros de los viandantes. ¿Dónde han estado? Misterio.
De hecho, son de los pocos pájaros capaces de copular mientras vuelan. Debe ser la bomba hacer el amor mientras uno vuela, como en la serie de imágenes, a pesar de lo breve del encuentro.
Sí, los vencejos constituyen una de esas minúsculas maravillas de la naturaleza, llenas de misterios, que rodean nuestra existencia y que, cuando nos tomamos la molestia de abrir nuestros ojos a su presencia, nos hacen maravillarnos de la vida.