Acabábamos de cenar. Hacía tiempo que lo notaba raro. Lo miré. Observaba la televisión con desidia, como si no le interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé los ojos. Me fijé en una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el líquido de la lombarda se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más pequeña. Me pareció estar en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la imagen iba apareciendo. Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido esponjosidad y grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua violeta. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
Cogí el plato y lo llevé a la cocina. Tiré las migas a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero seguía viéndolas. Saqué restos de comida que puse sobre ellas. Al levantarme, él me miraba desde el marco de la puerta. Se iba a dormir.
Sentada en el sofá imaginé cómo íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta. Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.