Cuando subí a aquel avión, creía haberme abandonado definitivamente al destino. Sí, pertenecía a Víctor y su lucha era la mía. Con estas palabras, Rick me había dicho adiós en el aeropuerto de Casablanca. La despedida se había representado de un modo heroico, casi sublime, como si más allá de ese momento no cupiera nada más. Como si nuestras tres pequeñas vidas, marcadas por el fátum, adquirieran todo su significado en ese único momento y después solo hubiera lugar para la nada. Un definitivo fundido en negro.
Pero la vida siguió.
Víctor me tomó del brazo todo el tiempo que duró aquel interminable vuelo a Lisboa. Su mirada se perdía a través del ojo de buey en la oscuridad del cielo que nos rodeaba. De vez en cuando, se giraba hacia mí y me sonreía con la confianza de quien sabe quien es. Apenas hablamos. Todo había sido dicho ya. Yo no quité mis ojos de su perfil sereno, hermoso como el mármol griego. Asida a sus certezas y a su brazo, empezaba a sentirme como un naufrago abandonado a su suerte. Rick se esfumaba de mi vida una vez más, como uno de esos senderos oscuros y feraces que nos salen al paso y que emprendemos excitados, ávidos de sus aromas, de su frescor, de su misterio pero que invariablemente nos devuelven al camino principal. Y si alguna vez decidimos volver a buscarlos, han desaparecido…
El viaje fue turbulento. El avión se movía al compás de mi confusión. El ruido de las hélices era ensordecedor y los saltos de aquel clíper en la nada negra terminaron por quebrarme. El desgarro, en esta ocasión, sería definitivo. No pude controlar una arcada.
Víctor me alcanzó el pañuelo de su bolsillo.
- No temas, Ilsa, todo irá bien…
Aterrizamos en Lisboa con la lluvia. Con esa lluvia atlántica, triste y solemne y tan terca en despedirse. En el control de visados me dí cuenta de que había perdido un guante y de que mi mano sujetaba con fuerza desproporcionada el pañuelo de Víctor, ahora sucio y arrugado.
Recuerdo que los trámites de aduana me parecieron lentos y grises, a pesar de que la resistencia francesa había puesto en marcha su red de contactos, para asegurar nuestra estancia en Lisboa y el inminente y definitivo viaje a Nueva York, donde Víctor seguiría luchando por la victoria del mundo libre en esta guerra contra el fascismo que duraba ya una eternidad… La amabilidad austera de aquellos desconocidos, su discreta eficacia cómplice eran las mismas que habíamos encontrado en Casablanca, en Tánger, en Marsella, en París… Yo no estuve a la altura de las circunstancias. Vomité en el coche que nos llevó al hotel y sin embargo, el chófer nos despidió con gentileza:
- Tenhan uma óptima estadia.
Así, mientras yo enfermaba, Lisboa también se entregaba a la causa de Víctor que, parecía ser, era mi propia causa.
La fiebre me inmovilizó durante esos primeros días. Víctor estaba obligado a ausentarse e hizo que me atendiera una buena mujer cuyas manos ásperas me proporcionaron alivio y frescor mientras me desenredaban de entre aquellas sábanas de lienzo. En mi delirio gemía por Rick y en los breves momentos de lucidez, lloraba por Víctor. Al menos, así lo creo. Aunque quizá, lo hiciera por mi misma.
Cuando era consciente de que Víctor me velaba, cerraba los ojos y simulaba dormir. Sabía que me estaba mirando, con las manos ocupadas en algunos documentos y la cabeza en próximas acciones contra el Reich. Su corazón, no me cabía duda, estaba conmigo. El mío, sin embargo, vagaba sin rumbo en África, allí dondequiera que Rick estuviese.
Recuperé la salud, pero perdí la paz. Me recuerdo sentada frente al espejo del tocador intentando poner en orden mis cabellos encrespados, con unas manos temblorosas que pedían a gritos una manicura. Apenas me reconocía. Me pintaba los labios buscando a la mujer que Rick y Víctor amaban. Sólo encontraba un reflejo apagado y consumido.
Víctor era perfecto en sus atenciones. Me regaló una pañoleta portuguesa de color rojo y verde.
- Te dará luz, querida mía. Necesitas tomar el aire.
La llevé en cada tarde lisboeta que salimos a pasear. La ciudad se desplegó ante mis ojos como una dama vieja y descuidada pero todavía hermosa y adornada de joyas en los rincones más mugrientos de su apariencia. Me sedujo. Mi caminar fatigado se ralentizaba en las cuestas de la Alfama y recostada en el brazo de Víctor sorteaba los adoquines sueltos y contemplaba el atardecer sobre el Tajo desde el mirador de Santa Luzía. También recordaba otros atardeceres en Montmartre, hacía algunos años. El hombro sobre el que me apoyaba entonces estaba algo más bajo, pero yo era feliz. París permanecía vivo mientras Lisboa agonizaba como la vieja dama que era.
Durante las noches Víctor me abrazaba y sin apenas palabras, me solicitaba. Solo pude regalarle besos amargos y mentiras.
Seguía sin poder pensar, sin poder luchar. Actuaba como Rick me había pedido. Ocupaba mi lugar en este loco mundo, pero estaba fuera de mí.
Llegó el momento de embarcarnos hacia América. Víctor me dejó preparando las maletas, en tanto que él ultimaba algunos detalles. Mientras desplegaba nuestras cosas sobre la cama, el vestido azul que siempre me acompañaba y que llevaba puesto el día en que París fue ocupado por los alemanes, en aquel último día de felicidad con Rick, se enredó entre las perchas. Al intentar desasirlo, se rasgó. En ese momento me di cuenta de que mi corazón estaba tan desgarrado como aquella tela. No podría volar a América con Víctor. No podría volver a Marruecos con Rick.
Decidí quedarme en Lisboa.
Ha transcurrido medio siglo. Víctor murió hace pocos años, olvidado del mundo, amargado y creo que todavía enamorado. Conservo todas y cada una de sus cartas. Fue una luz en mi vida. Todavía lo es. De Rick nunca volví a saber. Viajé en varias ocasiones a Marruecos, volví a París una y otra vez tras la Liberación, busqué su rastro a través de multitud de contactos diplomáticos en las colonias del Africa negra que comenzaban a luchar por su independencia… Todo fue en vano. Rick desapareció y yo agonizo en Lisboa.