Cuando los escritores comenzaron a escasear, el gobierno ordenó protegerlos. Como especie en peligro en extinción, los llevaron a zoos y a espacios naturales, junto a linces, pumas y osos pandas.
En los últimos años, el ser humano se había convertido en una terrible amenaza para estos eruditos del lenguaje. La gente ya no se molestaba en abrir un libro, prefería que la historia se la contase una película o se conformaba con leer la sinopsis en la Red. Enseguida, las bibliotecas desaparecieron, las librerías cerraron, la figura del editor se diluyó y las tipografías de las imprentas se convirtieron en apreciadas joyas de museo, junto a cuadros de Goya o Velázquez. Ante esta situación, millones de escritores cambiaron de oficio y se dedicaron a la papiroflexia, la pesca con mosca o al miramiento de la musaraña, afición ampliamente extendida entre gran parte de la sociedad. Su queja de no poder vivir solo del aire hacía imposible la dedicación exclusiva a la literatura.
El hábitat natural del escritor: la tranquilidad del hogar y el folio en blanco, fue usurpado por turistas que se acercaban a hurtadillas y los echaban de comer. También existían graciosos que vociferaban a todas horas, alentándolos a escribir novelas eróticas o excursionistas que se acercaban a inmortalizar aquel momento con una foto. Los escritores no estaban habituados a aquellas condiciones ambientales y les resultaba casi imposible adaptarse al entorno y concentrarse en su trabajo. Para concebir en cautividad el esbozo de una novela podían tirarse semanas y semanas, asociando ideas, destruyendo folios y dando constantes giros argumentales. A veces, tenían conflictos con otras especies como los osos, los tigres o los koalas, que se presentaban sin avisar y les exigían por encargo que dieran forma a una historia de animales o a un nuevo libro de la selva.
Cuando un novelista protegido sacaba una novela, aquello suponía todo un acontecimiento mediático en el país. Los zoos y las reservas se llenaban de periodistas ansiosos por dar la noticia. La información copaba las páginas de los revistas de decoración. Los libros con un título en el lomo representaban el ornamento perfecto para un hogar de alto standing. Dada la vital importancia de cara a la conservación y recuperación de la especie, el Estado diseñó planes específicos para la cría en cautividad, semicautividad y reproducción con el objetivo de recuperar la fauna de escritores autóctonos. Aun así, los pocos escribidores que sobrevivían se negaron a tener descendencia. ¿Si su vida ya era de por sí difícil? ¿Por qué complicar a sus hijos?
Escribir implicaba dejarse la piel en leer, corregir, borrar, sobrescribir y tirar folios y folios a la papelera durante años. Además, cabía la posibilidad de que ese esfuerzo no tuviera nunca recompensa. Nada aseguraba a un novelista que su obra viera algún día la luz, como mucho llegaría a vislumbrar la sombra del cajón del escritorio. Aun así, el Gobierno no desistió y sacó proyectos buscando nuevos escribidores. Fue inútil. El talento escaseaba, las miradas originales también. La orfebrería de las palabras era un terreno tortuoso, plagado de baches donde las musas no existían. Cuando el último de los escritores murió a causa de un empacho de cafeína, horas en vela y una novela a medio hacer, la especie despareció. El cráneo con su esqueleto, diez siglos después, todavía se conserva en los museos de ciencias donde intentan responder a la pregunta de por qué el ser humano sentía la necesidad de escribir.