Sabía que había visto estos colores en alguna parte. Y no sólo porque el rosa sea el color de la temporada, que lo es, sino también porque estuvo en nuestro pasado. Este rosa empolvado se llevó a finales de los 80 cuando los tonos de Miguel Ángel parecieron ponerse de moda en el vestir. Mucha gente no lo recuerda o no lo sabe porque la memoria colectiva de los 80 se reduce a ciertas veleidades Almodovarianas o la era del sida y Halston, que es barrida automáticamente por Mugler, Montana y Alaia o Versace con sus melenas rubias, sus caderas estériles y los andares de valquiria del inframundo. Pero estos años también existieron.
Unos años en los que a Lagerfeld le dio por un Mediterráneo que tiene muy abandonado. A Lagerfeld le interesó la luz del sur de Francia, el mar que parece de postal, los cielos azules y los campos de lilas llenos de trigo en los que vino, vida y amar se hacen uno entre sábanas blancas y los sonidos propios de la cosecha y la jornada de sol a sol. Es cierto que su visión era lírica, melancólica y propia de una Arcadia que no podía ser, pero aún así, la bellísima teutona rubia, la Schiffer, tendía y recogía su ropa entre una luz celestial vestidita de negro Chanel, miraba al sol y al cielo con un vestido blanco y el pelo hecho trenzas en lo alto de la cabeza, o paseaba entre campos de espigas verdes y oro buscando la vida que se escapaba entre respiraciones.
Luego Karl Lagerfeld volvió a Alemania, se olvidó del sur de Francia que es España con sus toros, sus acueductos romanos, sus templos antiguos a los que las flores les crecen por las esquinas, se olvidó de las manos ancianas que bordan, de los niños vestidos de perlé cuando gatean y las niñas vestidas de piqué cuando corren. Se olvidó de las mañanas de domingo, de las tardes de viernes y de las mañanas de lunes y puso sus ojos en una Europa más fría, menos cálida, menos risueña, más desarrollada, y envolvió a la rubia que vivía en el cielo de los viñedos en tweeds, en cueros y en insignias metálicas delante de las puertas de Berlín.
Muy poco tiempo le ha dedicado Lagerfeld a la melancolía después. Más bien nada. Le ha absorbido el presente, el presente convulso de la tecnología, la acción, las heroínas de ciencia ficción, el poderoso dólar verde y los desvaríos de cantantes de rock, de Brigitte Bardot y de la adolescencia teen que tiene blogs y ego y dinero para gastar ("pasta larga" que diría Vivian en Pretty Woman). Los pantalones llegaron a la Costura, el vaquero revolucionó el mundo de tweeds, perlas y acolchados en Chanel, y Lagerfeld se plantó el mundo por montera haciendo que en la maison francesa se vetara a todos los que tuvieran demasiada edad, celebrando los cantos a Narciso, bello, joven y maldito, antes que a la senectud del invierno.
Se ha dedicado a las jovencitas de risa fácil, de taconeo tonto, de murmullo demasiado alto, de fugacidad contenida, de juventud ignorante, y ha olvidado un poco a aquellas grandes damas que corrían por la Ópera diciendo no, que cantaban con sus balcones en pleno París la balada al desamor del egoísta, que creían que a un hombre nunca se le odia tanto como para devolverle los diamantes y que no sabían nada de gatas sobre tejados de cinc calientes olvidando que Tiffany’s no era una primera necesidad sino una bagatela de la indiferencia. Chequera, pitillera de oro y pluma Cartier. Perfume algo antiguo y ramilletes de peonías por una casa con más de Gagosian que de Colette. Y desde luego, más de Sorolla que de Warhol.
Supongo que las jovencitas le han traído alegría a Lagerfeld, sobre todo en los pequeños detalles. Son coquetas, caprichosas como gatitas y divinas. Tienen ese joie de vivre que entusiasma y que lleva a hincar la rodilla en tierra con un anillo que no se puede pagar dentro de una caja de terciopelo y de prometerse por toda la vida cuando sólo se alcanza a pensar en los siguientes veinte minutos. Se contonean deliciosamente, aún no saben nada de amarguras y piensan de la femineidad que es algo que sirve únicamente para divertirse y disfrutar, teniendo que arquear las cejas cuando oyen esa vieja consigna de Prada que les habla de "femeninas pero no débiles", porque ellas no saben aún ni de fortaleza ni de adversidad ni de vacas flacas. Piel tersa y expresiones candorosas es lo que tienen... y bueno, quizás también... ganas de príncipe azul.
Porque, al fin y al cabo, el amor es lo que ronda por todas las colecciones de Lagerfeld. Amor que se consigue por la belleza, por el ingenio, la sofisticación y el querer ser mejor para estar con el otro. Lagerfeld, no sé si sabe mucho de amor, de amar... tiene el lirismo de un poeta y la frialdad de un genio para con las pasiones, cuando quiere fuego es un volcán y al siguiente segundo extiende una lengua de hielo por el magma dejándolo muerto. En sus colecciones veo mucha más sofisticación, mucha más delicadez, mucha más amabilidad, simpatía y erotismo que amor.
Aunque siempre destaca el amor por el trabajo bien hecho. Que supongo que para los solitarios como Lagerfeld o como la propia Chanel es una prima de satisfacción. Coco se paseaba con aquel cigarro de obrero entre los labios dando órdenes y diciendo "esa sisa así no, que tira, cruza los brazos para que no sea estrecho, muévete, ven, ven, aquí, si, aquí, déjenme a mí, yo lo haré, no saben hacer nada, a ver... cruza ahora los brazos, ¿ven? todo está bien cuando se pueden cruzar los brazos..." y seguía fumando mientras tanto. En cambio, Lagerfeld se deleita en los bordados -esta colección de HC primavera verano 2011 está confeccionada íntegramente con bordados, hilo a hilo sobre una mesa con pasador- y en el brillo de las aves que vuelan en la noche.
A veces parece que se vuelve francés porque veo sus Maria Antonietas, sus recogidos versallescos, su afectación excesivamente brillante, vibrante, cursi, ñoña, rosa pastel, blanco crisantemo y ampuloso el perifollo, pero otras se me antoja sólo delicado. Sé que todas sus Maria Antonietas piensan en su Petit Trianon, en sus gallinitas, en sus huevos, en la vida silvestre, en las margaritas, la leche fresca, el agua del abrevadero, la noche estrellada y en el amanecer. Y eso sólo tiene una explicación...
Cuando le preguntan, Lagerfeld dice que se inspiró en aquel cuadro de Marie Laurencin que Chanel rechazó porque no se encontraba en él, porque aquel delirio de los años 20 con una Coco modosa, lánguida, perfumada como una diva de Cabaret apartada de la vida de cocotte, poco tenía que ver con esa Chanel que ella era y que ya no recordaba nada de las canciones que le susurraba a Etienne Balsan. Pero yo sé la verdad. Lagerfeld nunca ha podido quitar de su mente aquella rubia risueña que corría por los prados del cielo envuelta en violetas y en rosas frescas que aún conservan su olor, que tomaba vino apoyada en la baranda y que lo mismo era capitana que timonel con tal de arrancar una sonrisa al hombre de su vida, sí, ese que hace la foto. No quiero decir nada más sobre los viejos tiempos, son viejos pero... fueron tan buenos.