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ISSN 1989-4163

NUMERO 23 - MAYO 2011

Recuerdos

Carmen Andreu

 Vivía sus noventa años cuando se le ocurrió pensar que ya era mayor. Recordó  el pueblo en el que nació y sus primeras experiencias, donde pasaron tantas cosas:

Era un niño cuando me vi envuelto en una guerra. Fui adscrito circunstancialmente a un bando, y acabé en un campo de concentración. Ahora que lo pienso, nunca hablé de este tema con mi familia de forma dramática, la juventud debió de restarle dramatismo a lo vivido, o no quise recordar, no lo sé. Me dieron por muerto; pero un día aparecí en el pueblo, vivo –aún conservo en la memoria la cara de mi madre al verme–.

Tuve algunas novias. La más importante fue Josefa, tan distinta a las chicas del pueblo, sabía como hacerme sentir bien; íbamos a ser padres de un niño, pero su familia no permitió que naciera. El aborto salió mal. Ella murió.

Pasó mucho tiempo antes de poder olvidar...

Me fui  del pueblo porque se quedaba pequeño, después de la guerra no se podía salir adelante. También fue circunstancial que viviera en la ciudad: uno de los que sobrevivió conmigo del campo de concentración me llamó, no recuerdo su nombre, pero así habíamos quedado: “el primero que encuentre una salida llama a los otros”, acudí sin dudarlo.

El cambio fue grande; vivía humildemente  de mi trabajo, aprendí a  mejorar lo que hacía en el pueblo (no pude estudiar, no sé si lo echo de menos), trabajaba mucho. El mundo se amplió ante mis ojos, tuve tiempo para pasarlo bien y para dar salida a alguna de mis inquietudes (recuerdo el teatro, cómo me gustaba); conocí chicas y luego a Bárbara, quien fue tantos años mi mujer.

Nos casamos pronto; no disponíamos de tiempo para un noviazgo largo, nos conocimos ya mayores. Luego nacieron las niñas: Amparo, Carolina y Eva. Siempre fueron lo más importante, la razón de tanto esfuerzo; nuestra vida fue sólo eso, trabajar para criarlas, educarlas, cuidarlas. Ni un viaje, ni una salida..., sólo ahorro.

Bárbara murió antes de que yo comprendiera que se puede vivir un poco mejor, su entretenimiento consistía en reunirse con amigas un día a la semana. Era hija única, sus padres no vivían, debió de  sentirse muy sola mientras las niñas crecían.

Cuando ellas se hicieron mayores, se convirtieron en aliadas; entonces era yo el que se sentía solo. ¡Cómo hubiera querido ese hijo que no tuve!
Nuestra casa era un matriarcado absoluto; conseguimos bienestar y nunca nos faltamos al respeto durante más de cuarenta años. Las niñas son lo que quisieron ser, en esto Bárbara fue categórica: “lo que quieran”.
Pudo ver con satisfacción que lo consiguieron.

No quiero entretenerme en el recuerdo de su marcha, aún duele; pero lo cierto es que se fue para siempre, dejándome muy solo, en nueve meses de sufrimiento para todos, de tanto verla sufrir a ella. Se apagó y nos dijo adiós. Sólo tenía sesenta y nueve años.

Pero ¿qué hago aquí? se dijo. Era su pueblo, acudía de cuando en cuando, veía a los pocos que iban quedando. Cada vez eran menos, por eso no le gustaba mucho ir, habían sido once hermanos y sólo quedaban vivos tres; en el pueblo, uno. Luego ninguno. También los amigos habían ido desapareciendo.

¡Ya recuerdo! me volví a casar con una antigua novia, también del pueblo. Por eso vivo más aquí que en la casa de la ciudad, donde viven mis hijas y pasé la mayor parte de mi tiempo. Y estoy mejor que nunca. Mejor dicho, mi nueva mujer vive mejor de lo que lo hizo nunca Bárbara; sé que nos necesitamos, la vida se nos escapa, por lo que hago concesiones que con ella no hacía.

Tanto pensamiento le entristeció, había pasado mucho tiempo y demasiadas cosas. Era mayor, de acuerdo, pero no quería sentirse triste.

Es como una película  que acaba bien, se me ofreció una segunda oportunidad   y la supe aprovechar. Fuimos novios cuando éramos muy jóvenes, de nuevo cuando éramos muy viejos. Se cerraba el ciclo; no quedaba nada de lo que fuimos, pero hicimos como que quedaba y nos lo creímos, eso convirtió la historia en algo mágico.

Hoy queda algo de esa magia y no estoy solo.

Conseguido el objetivo de alejar la tristeza, quiso que durara y para reafirmarse volvió a sus pensamientos:

¿Cuantos viudos con setenta largos años tienen mi suerte? No se trata sólo de rehacer una vida, hay que darle romanticismo, contenido y alegría.

En esto está Bárbara y mis hijas y quizá también ese hijo que no tuve. Es mi equipaje, sin el cual las cosas no serían iguales, seguro.

Tranquilo del todo, pensó que los recuerdos le acompañaban y eso era, finalmente, lo que había definido su vida, la necesidad de compañía. La falta de originalidad casi provoca otro acceso de tristeza, que no se permitió porque con noventa años no hay tiempo que perder.

Estaba donde quería, con quien quería y tenía salud; también achaques, algunos serios, pero vivía y se había reencontrado con su pueblo y sus orígenes. En ocasiones le invadía el miedo, porque siempre temió a la muerte, cuando eso sucedía echaba mano de sus recursos (“no le tengas miedo al miedo” fue una frase suya que se convirtió en lema para la familia) y se sentía aliviado. Sus hijas, con las que mantenía buena y afectuosa relación, le llamaban y se acercaban por el pueblo; con su nueva mujer vivía temporadas en la ciudad, cada vez más cortas.

No se quejaba de su paseo por la vida; aunque, curiosamente, le parecía  larga y corta al mismo tiempo; pensamiento tan poco original, de nuevo, que le devolvió a la acción:

Aún tengo muchas cosas que hacer, vamos a ello.

Recuerdos

 

 

 

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