Hay una diferencia entre expiar y redimir las culpas y esta novela trata de ambas cosas: de cómo la culpa puede lastrar una existencia hasta el extremo de hacerla insufrible y de cómo el camino hacia la paz interior es tortuoso, largo y, hasta cierto punto, inútil, puesto que buscar culpables es tan absurdo como creer que hay que pagar por lo hecho (o por lo que nunca se hizo).
La biografía del artífice de esta novela reserva la primera sorpresa: estadounidense, lo bastante maduro como para que su año de nacimiento no figure en ninguna parte (no, desde luego, en la ficha de la solapa, aunque por la foto se le pueden estimar unos 60 mal llevados o unos estupendos 70), pintor, actor, establecido en Nueva York pero nacido en Virginia y autor de un único libro de memorias llamado The End of The World as We Know It (El fin del mundo como lo conocimos), en el que relata su infancia sureña y que apareció en Estados Unidos en 2007. Con motivo de la publicación de esta, su primera novela, dijo: "Me gusta contar historias de vidas normales. Pienso que la simplicidad y la ternura de las vidas normales tienen algo de sagrado".
Puede que esa intención, contar vidas "normales" fuera la intención principal de esta novela, pero a mi juicio poco tiene que ver con el resultado. Los personajes de esta historia no son en absoluto normales, si entendemos por ello lo que el Diccionario nos dice: "que sirve de norma o regla". Todo lo contrario: sus personajes son tan extraordinarios que por sí mismos justifican una lectura. Y, de todos, uno solo deja al lector maravillado desde el primer momento: su protagonista femenina, la nada simple, embustera, tierna y muy humana Catherine Land. No se nos puede escapar que "Land", en inglés, significa "tierra", "reino", "país". "No era una mujer, era un mundo", dice el narrador, bien avanzada la historia, cuando el rendido lector ya sólo puede darle la razón.
Desde el primer capítulo, la historia causa el efecto de un mazazo. Un viudo rico, que habita una gran mansión en una tierra inhóspita y helada del estado de Michigan, acude a la estación a recibir a su nueva esposa, una "buena chica" con la que ha contactado por correspondencia. Ya en estas primeras páginas entrevemos el carácter atormentado del protagonista masculino, su tristeza antigua e incurable, su severidad que parece a prueba de cualquier ternura y de cualquier bondad que la vida pueda depararle. El segundo capítulo es portentoso por los pocos medios de que se vale el autor para trazar el retrato de Catherine y dejar al lector encandilado, lleno de expectativas que en ningún momento se verán defraudadas. Luego, enseguida, todo sale mal. La novela nos regala la primera sorpresa, el primer giro argumental, y ya no dejará de hacerlo hasta el final. Junto a esos retruécanos narrativos puestos al servicio del suspense mejor entendido, Goolrick nos va sirviendo unos personajes profundos, cargados de contradicciones, que llevan a cuestas su memoria como quien arrastra una pesada piedra por una cuesta.
No hay aquí verdades absolutas: ninguno de las protagonistas las tiene, ni lo pretende. Todo lo contrario, hay almas atormentadas por la duda y la culpa, hay convicciones firmes que se ven alteradas por las circunstancias y hay marchas atrás. Como en la vida misma, nadie tiene aquí un rol predefinido, sino que cada cual debe encontrar el suyo como buenamente sepa. Y la expiación es posible, pero sólo porque lo quiere el destino. O porque el sacramento de la ternura que acaba por imponerse redime a todos de sus pecados.
Mención aparte merece la ambientación. Pariente lejano de la Charlotte Bronte de Cumbres Borrascosas, pero también de la Jane Austen de Orgullo y Prejuicio, las dos mansiones que son escenario de tantas cosas adquieren en el relato una personalidad propia. Son decadentemente góticas, pero también extrañas como un palacio de la Atlántida y remotas como ese paisaje helado en el que la primavera se aguarda como un advenimiento.
Hacía mucho tiempo que no leía una novela con tanto arrebato. Lo hice en una sola tarde, en un hotel de una ciudad que apenas conozco, excusándome en el trabajo, rendida de emoción y placer, maldiciendo cada página que pasaba, saboreando la estupenda traducción de Santiago del Rey, preguntándome en qué andará ahora el tal señor Goolrick y cuánto tiempo pasará antes de que pueda volver a leerle. De vez en cuando, me detenía a contemplar el rostro imperturbable, de rictus ligeramente británico del autor. En verdad, este señor tiene aspecto de haber escrito un libro sobre su infancia en Virginia. Sin embargo, no parece el profundo conocedor del alma humana que aflora en estas páginas, ni un novelista capaz de deleitarse en una sensualidad tan desbordante y tan alejada de tópicos como la que aparece en cada uno de los capítulos de este libro. Está claro que la foto miente, y no la novela. Al fin y al cabo, la verdad siempre está en la ficción, todos los que escribimos lo sabemos.
Y también, acaso, en las páginas de reseñismo literario. He aquí una verdad: Necesitan leer esta novela.
* Existe edición en catalán: Una dona de fiar, Edicions 62. Traducción de Rosa Borràs.