A veces, la forma forja un contenido.
Clarice Lispector
¿Para qué voy a decir que mi nombre es mío? Es el nombre que me donan. Me lo dieron y siguen otorgándomelo en un acto de generosidad redundante. Estoy agradecida, porque ahora, ese nombre es la clave que abre mi conciencia. Mi password.
Es un nombre de tres sílabas. Tres notas antiguas que conserva la valija audiovisual de la memoria. La primera filmina acústica de mi nombre evoca a mi abuela Manuela, cegada por las cataratas. Ella había aprendido a palpar con la voz y me cuchicheaba mi nombre muy cerca de las orejas, rozándomelas con sus labios arrugados. Sentada entre sol y sombra, en una silla baja de enea, le entraba a mi nombre por fandangos y lo remataba con una nota laaaaaaa que resonaba dentro de una tinaja que había en el patio.
Con el tiempo me han ido diciendo las tres sílabas secamente, incorrectamente, vilmente. También me las han musicado airosamente, como un solo cíngaro de violín. Las tres han venido acompañadas por palmas, caricias, halitosis, un beso, un sopapo. Y cada sílaba diseña una mueca en quien te lo dice. El nombre que me siguen dando arrastra ya su propia historia: una crónica acústica, cruce de estilos entre Víctor Jara y John Lee Hooker.
He oído mi nombre frente al mar, cara a la pared, en brazos. Lo escuché bajo agua, en tren, reposando. Ante el paredón me lanzaron las tres sílabas igual que tres disparos. Tres balazos a bocajarro. Alguna vez, al sonar mi nombre en una bocacalle extranjera un día gélido, me he salvado. En el silencio de las nevadas acudía volando un ángel húmedo y, entre el batir de sus alas arquitectónicas, pronunciaba mi clave con la cadencia de mis muertos.
Mío no es el nombre, sino que se lo apropia quien me llama, aunque no sea ángel. Con el paso del tiempo se acumulan en mi nombre la voz carnívora del depredador, la impostada del exorcista, la lírica del mezzo soprano. Un chorro de voces que me deja hecha una sopa.
Mi nombre me canta un “solo” acompañado por el ruido mundial de fondo. Se trata de un aria breve, de tres notas, compuesta e interpretada por una diva doméstica. Se ejecuta la pieza vocal de mi nombre y se dispone mi modesto ser a ser. Comienza mi función. Me vuelvo heroína escénica, aunque presa en un ambiente, un atrezzo, un acto, un género, una galería, un repertorio. Me transformo en una composición escatológica.
Es duro que tu nombre sea tu presagio. En ocasiones estalla igual que una bomba de identidad: ¡¡¡BLÁBLABLAAA!!! Tiemblan los muros de la casa, los cristales de la oficina, toda la calle, la ciudad entera. Salgo corriendo a ver qué pasa, qué hay de cierto, qué esperan de mí.
Hay días temibles, largos, en los que el nombre duele en silencio dentro del cráneo, es migraña, pesa, está hinchado. ¡Qué alguien lo pronuncie bien lejos, donde yo no lo oiga! Que vuele, que otra responda por mí. Si en uno de esos días, sabiendo a qué me expongo, me aventuro a decir mi propio nombre por teléfono (Hola. Soy Bláblabla”), salta nada menos que mi conciencia coleando por mi propia voz. Yo misma, llamándome, delatándome a mí. El nombre revelado es un peligro categórico, como cuando dices “al pan, pan; y al vino, vino”.
Quien quiera jugar a un deporte de riesgo, no tiene más que divulgar cómo se llama.