Pancho es negro, mestizo y melancólico. Cada noche me mira pasar y a veces dedica un tímido menear de cola, sin emoción, como quien levanta la mano para corresponder un saludo de buena vecindad. Está allí hace tiempo, con su tierna anatomía peluda ocupando cada noche una misma parcela de vereda. No es callejero, ni extraviado, él tiene su pequeña comarca de baldosas y resiste a los embates del clima, el transitar humano, las escobas odiosas.
De tanto observarlo en la misma actitud, en el mismo lugar, día tras día, siempre limpio de pelaje y mirada, con su callado reclamo, en su digna protesta, descubrí que no está allí por casualidad ni capricho. Detrás de lo que hace meses es el imponente local de una ferretería, estaba su casa. Lo que hoy es hormigón y hierros entramados era –seguramente- su patio de cachorro, la tierra de sus juegos y sus huesos.
Algunas tardes, si el calor agobia, se mete en el local y toma posesión de un rincón que sabe le pertenece, por derecho natural o animal, por lealtad o por simple dulzura. Alguien le acerca un balde de agua y vaya a saber dónde consigue su alimento, pero ahí está, intransigente y manso, esperando que alguna vez demuelan esa mole que le quitó el ladrido.
Pancho no sabe de exilios económicos ni disoluciones conyugales, no entiende de departamentos más chicos y fáciles de limpiar, ni de vender antes que rematen. No le interesa cómo serán los perros en Barcelona, ni su ascenso social al balanceado Premium. Poco le importan las buenas condiciones de venta por la ubicación comercial del lote, que el pago es al contado y para qué tanto parque. El quiere su tierra, con un empecinado patriotismo que bien le vendría a mucho malparido de dos patas.
Por la noche lo cruzo y me jode mirarlo, porque no me da el estómago para ofrecerle la estúpida caridad de mi asilo. El no quiere irse, ni siquiera se incorpora cuando se le acercan, sigue pegado al piso y le cambia la mirada si uno intenta tocarlo. No es un perro que busca un hogar, sino que le devuelvan el que le corresponde. Quizás en la inocencia de hallar aún a sus amos, que muertos o atareados se marcharon. Si uno pudiera explicarle, sería difícil convencerlo, porque la lógica humana es casi siempre reñida con la nobleza del instinto.
Espera una mañana, en que en lugar del Blindex vuelva a estar el viejo portoncito, el cerco de ligustros, los árboles del fondo y la mordida lata sobre la cual goteaba la canilla. Su revuelo de hormigas y jazmines, en vez de la pulcra cerámica del suelo. Su excremento y orín antes que cloro de piscina y kerosén por litro. La marca de sus patas donde hoy ocupan esas espantosas bestias de acunar mampostería. La cueva de sus osobucos, la pelota de goma y la ropa tendida. El chico que vuelve de la escuela y destapa las ollas, impregnando la vida de aroma a lugar propio. Espera las pantuflas del atardecer y la lealtad de acompañar hasta en la muerte. El romero donde se apilan las palas y los picos. Las glicinas trepando aún más que la maldita estantería. Las voces entrañables del susurro, en vez de este tumulto de urgencia consumista. La caricia genuina antes que la piadosa palmada. Espera sin resignación, con una esperanza tan viva como la vida misma.
Pancho no gime, ni gruñe, espera. Confiado en que algún día, vaya uno a saber por qué motivo, las cosas vuelvan a estar en su lugar y a cada cual lo suyo, incluso a aquella avispa que alguna vez le aguijoneó el hocico.