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ISSN 1989-4163

NUMERO 02 - MAYO 2009

Marcel Duchamp en Busca de la Novia Eterna

David Torres

El último cuadro pintado por Marcel Duchamp es Tu m’, de 1918. Forma un apretado resumen de algunas de las obsesiones típicas del artista (la rueda de bicicleta o el molinillo de café, proyectados en fantasmales sombras sobre el lienzo) y tiene un cepillo para limpiar zapatos que sobresale del cuadro casi medio metro. Este brazo que brota de un desgarrón dibujado en la tela y que quiere ir por su cuenta hacia el espectador parece apuntar la dirección que desde entonces iba a tomar la obra de Duchamp: el camino de un arte completamente nuevo.
Por aquel tiempo Duchamp, un caballero de unos treinta y tantos, educado, elegante y enigmático, estaba considerado uno de los más audaces pintores de la vanguardia europea. En 1912 había revolucionado el cubismo con su famoso Desnudo bajando una escalera, un cuadro en el que había intentado nada menos que pintar el movimiento. Pero Duchamp, que nunca estuvo muy satisfecho de sus propias realizaciones y al que nunca le gustó tomarse muy en serio, consideraba el Desnudo una obra menor. Sin embargo, acertó de pleno con el título, porque la idea de “desnudo” remitía a un icono sagrado del arte tradicional y parecía que Duchamp se lo había tomado a broma.

Ese sentido de provocación, de juego, iba a marcar toda su trayectoria posterior. En 1919 cogió una postal barata con una reproducción de la Gioconda, y le pintó bigotes y perilla. Lo tituló: L.H.O.O.Q. que en francés suena parecido a “Ella tiene el culo caliente”. Dos años antes, la Exposición de los Independientes de Nueva York había rechazado una obra enviada por un tal R. Mutt, que consistía en una vulgar pieza de urinario colocado boca abajo y que llevaba el sugestivo título de Fuente. La obra, en realidad, era una elaborada broma de Duchamp que, al mismo tiempo, escondía una verdadera carga de profundidad capaz de socavar todos los estamentos del arte occidental: el ready made. El ready made era un objeto manufacturado sin ninguna cualidad estética aparente que, al ser elegido por el artista, perdía su utilidad práctica. En palabras del propio Duchamp:, se trataba de “crear un pensamiento nuevo para un objeto”.

De este modo, Duchamp entró una vez en unos grandes almacenes en Nueva York, compró una pala quitanieves e inscribió en la chapa metálica de refuerzo el título de la obra: In Advance of the Broken Arm. Poco después le escribió a su hermana que cogiera un portabotellas que tenía guardado en su estudio de París y le pusiera un título al azar. Pero su hermana, días atrás, había tirado el portabotellas así como la rueda de bicicleta instalada sobre un taburete de cocina, uno de los primeros y más célebres objetos de Duchamp. Pensaba que no era más que basura, pero Duchamp jamás se enfadaba por cosas así.

Con el ready made, Duchamp había abierto un nuevo y excitante campo de juegos para el arte moderno. El artista normando siempre fue décadas por delante de su tiempo, abriendo puertas para los que venían detrás de él, pero jamás lideró ni formó parte de ninguna escuela. Mientras que los surrealistas, bajo el mando fanático de Breton, se habían organizado casi como un ejército, Duchamp resultaba una especie de artesano solitario y escéptico que se ganaba la vida a salto de mata y que disfrutaba de una fama prácticamente secreta. Al contrario que tantos otros pintores metidos a mercachifles, muchas veces regalaba sus obras o las vendía muy por debajo de su precio. En Nueva York, sobrevivió durante años dando clases de francés a jovencitas de la alta sociedad que iban pasando a engrosar su círculo de admiradoras, amantes y amigas.

De hecho, la mujer fue siempre el centro del universo mental y estético de Duchamp. El famoso Desnudo bajando una escalera esconde, según sus propias palabras, “cinco imágenes de la misma mujer, vestida en tres y desnuda en las otras dos”. También en 1912 pintó la que probablemente sea su obra maestra al óleo, La novia, un lienzo de un erotismo perturbador, donde ya aparecen las características interacciones entre máquinas y formas orgánicas. Mucho antes de abandonar la pintura ya le rondaba por la cabeza la que probablemente sea su contribución más importante al arte contemporáneo: el Gran Vidrio, un enorme panel de cristal  donde trabajó más de ocho años antes de dejarlo “definitivamente inconcluso”. Según las profusas notas de Duchamp que acompañan la obra, en la zona superior del Gran Vidrio está la novia, anhelante, a punto de desnudarse, y abajo, nueve impacientes solteros. En realidad, es uno de los mayores enigmas jamás lanzados a la cara del espectador. Por desgracia, los cristales se rajaron en uno de los traslados de la obra y la mecenas de Duchamp, Katherine Dreier, no supo cómo decirle que la obra a la que había dedicado casi una década estaba hecha añicos. Cuando Duchamp vio la telaraña de vidrios rotos, afirmó que le gustaba más así, resquebrajada, ya que el azar había colaborado y la obra había buscado por sí sola su forma.

Cuando una vez le preguntaron por qué había dejado de pintar, Duchamp se abrió de brazos y dijo: “¿Qué quiere? Ya no tengo ideas”. Cambió la pintura al óleo por el ajedrez, juego que le fascinaba y donde se convirtió en un consumado maestro. Se pasaba las horas muertas frente al tablero, llegó a formar parte de la selección francesa, bajo las órdenes de Alekhine, y una vez le hizo tablas al mismísimo Tartakower.

Con las mujeres, Marcel Duchamp parecía mantener la misma relación distante, civilizada y serena que con su arte. Era un hombre atractivo, divertido e inteligente, que jamás se enamoraba. Le dijo una vez a un amigo que prefería hacer el amor con mujeres feas, porque las feas ponen mucho más entusiasmo en el asunto que las guapas. La verdad es que, a lo largo de los años, tuvo una verdadera colección de hermosas amantes que disfrutaron de su amable compañía sin los estorbos de la pasión. Duchamp parecía llevarlas a todas consigo en el interior de su mente como en un teatro de marionetas, del mismo modo que sus boîte-en-valise, las pequeñas maletas portátiles donde guardaba minuciosas reproducciones de su obra y que vendía a museos y coleccionistas de arte.
           
Por eso, en 1927, entre sus numerosos y fieles amigos, sonó como una bomba la noticia de la boda de Duchamp, el eterno soltero. Fue más extraño aun descubrir que la novia era una chica gorda sin ningún atractivo, incluido el del dinero. Duchamp no aguantó el yugo del matrimonio más que unos meses y casi inmediatamente después de la ruptura regresó con su amante de décadas, Mary Reynolds.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, Duchamp, al fin, conoció el amor. Ella fue el modelo de la última gran obra de Duchamp, un proyecto póstumo en el que trabajó pacientemente durante veinte años. Pero Maria Martins, esposa del embajador brasileño en los Estados Unidos, nunca abandonó a su marido. Tras esa penúltima aventura y tras la muerte de Mary Reynolds, Duchamp finalmente se casó con Alexina Mattise, ex esposa de un marchante de arte, conocida familiarmente como “Teeny”. Ella fue su compañera durante sus últimos años de vida, cuando Duchamp, con su escepticismo y su ironía habitual, asistió al comienzo de su gloria.

Poco después de su muerte, se presentó al público Etant donnés, quizá la obra más misteriosa de la historia del arte. Dos agujeros en una vieja puerta de madera dejan entrever el cuerpo de una mujer desnuda, tumbada entre hierbajos. El espectador tiene que transformarse en un mirón para ver la piel tensa y fresca, la mano izquierda sosteniendo una anticuada lámpara de gas, el sexo abierto y afeitado. La novia se ha entregado al fin. En un idilio campestre o en el escenario de un crimen. 

La Novia Eterna
"La Novia" de Marcel Duchamp

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