Todavía no sé si fui afortunado o si, en aquellos años de indecisión, labré definitivamente mi futura infelicidad. Alba usaba vestidos de tergal que confeccionaba su madre; había sido una niña disciplinada de leotardos oscuros y sonrisa débil. Inés, en cambio, era una tejedora de hilos, de telas de araña, en las que yo quedaba atrapado, convertido en insecto por su deseo. Alba tomaba mostos, e Inés whisky con soda, como las protagonistas de novelas de calidad ínfima, y movía la copa para que los hielos sonaran provocadores. Alba recogía su pelo oscuro en una cola de caballo, Inés sacudía su melena clara. Algunos de sus cabellos caían sobre la moqueta y se quedaban allí, dormidos, hasta que una mañana, al recibir un rayo de sol inoportuno, brillaban como un tesoro y me traían su recuerdo, su ausencia, avivando mi vértigo de momentos felices. Alba era cuadrada, de ángulos rectos, pero Inés tenía un contorno difuso y variable según sus estados de ánimo. La naturaleza de una era sedentaria, la de la otra exploradora –Inés se escapaba con facilidad por las rendijas y antes de que me diera cuenta, se subía en una nube y se alejaba de mí en un vuelo sin motor-. Vivía en dos posibilidades, en dos mundos distintos, y evitaba la decisión que los alejaría sin remedio. Las dos conocían la existencia de la otra y la aceptaban, como una enfermedad hereditaria, un percance temporal que tarde o temprano pasaría. Jugamos así unos cuantos años, de encuentros racionados, de placer dosificado, hasta que, una noche empachado de palomitas tras una sesión doble de cine, fijé una fecha para mi boda con Alba. Tuve miedo de la naturaleza depredadora de Inés y, cobarde, rompí la tela y huí. Di la espalda así a un futuro de cigarrillos mentolados, y me alejé de su pubis depilado, de sus pies pequeños, blancos, perfectos. Abandoné su amor extravagante por un amor mediano, de siestas aburridas. Alba y yo compramos un piso de protección oficial y pintamos las habitaciones de colores, aunque no acertamos en ninguno –predominó su falta de criterio y yo no supe enderezarla-. Ante mi sonrisa estúpida, ella eligió los muebles que decorarían mi futura existencia. Ya entonces intuí a lo que me enfrentaba, pero seguí adelante con el valor de los cobardes. Pocas horas antes de la boda, pisé las últimas dudas con uno de los tacones de mis zapatos nuevos y cuando acabé con ellas, o al menos las silencié, encendí un cigarro y me miré al espejo. Me encontré cara a cara con el hombre más estúpido del planeta. La tarde era lluviosa, las nubes grises, la luz plomiza. El traje de novia se mojó los bajos y la humedad se extendió como una plaga hacia las caderas de Alba. No quise pensar que era un presagio. El banquete fue modesto, el cava mediocre, el brindis desapasionado. Con cada uno de esos detalles me alejaba de Inés y, en cierta forma, de mí mismo. Luego los años centrifugaron mi amor inconsistente, que quedó descolorido y encogió hasta amoldarse a tardes de fútbol y a niños que se constipaban y tomaban jarabe de fresa. Cuando mil años después, casualmente, volví a ver a Inés, araña madura, todavía hermosa, fui consciente de mi vida no vivida. Ella ni siquiera reparó en mí, caminaba subida a sus tacones, con su cuerpo elástico y sus caderas firmes de mujer apasionada. Volví a casa herido por el influjo de su imagen, y, en ese momento, sucedió. Como si la viera por primera vez, me fijé en Alba, que preparaba la cena. Observé sus movimientos, sus medias negras, el vello de sus brazos, y, súbitamente, sentí el pánico que acompaña las revelaciones. Cómo no me había dado cuenta antes… Alba también era una araña, pero de otra especie. Se trataba de una maldita araña común. De repente entendí que ella también había tejido su tela, con sutileza, y era allí donde yo vivía, atrapado, sin esperanza. Sentí un extraño dolor, una rabia muda. ¿Cómo has pasado el día, cariño? Me preguntó Alba, pero no le contesté, concentrado en mis pensamientos hostiles. En ese mismo momento decidí mi plan. Administré el insecticida en dosis muy pequeñas para evitar que descubriera su sabor. Fue así como meses después Alba desaparecía de mi vida. Me deshice de los muebles y pinté la casa de color blanco.
A día de hoy me he vuelto bastante maniático y evito los insectos de cualquier tipo.