Baltasar Orobio es un niño bajito, escuchimizado, con los ojos más vivos que un parque de atracciones, con el pelo ensortijado y el culo de mal asiento. Sus entregados y cariñosos padres le quisieron llevar en una ocasión a Disneyland Paris y les dijo que se dejaran de tonterías. Baltasar Orobio es un niño al que su cerebro le proporciona toda la diversión que puede necesitar, y lo usa a su manera.
De mayor no quiere ser futbolista, no quiere ser un fantoche tatuado que se compra coches horteras y sale con mujeres de mentira, firma autógrafos a imbéciles que esperan horas a las puertas de los hoteles y se hace selfis con adolescentes con las hormonas amotinadas. Le gusta jugar al fútbol, eso sí, pero no sentarse como un idiota babeante a verlo en la tele como si aquellos señores ya talluditos jugando a la pelota tuvieran algún mérito reconocible. A él de mayor le gustaría ser un "desfacedor de entuertos y remediador de males", un reventador de cobardes y traidores, un fiel defensor de los nobles y no caducos valores, un azote de infieles, laicos y sosainas, un caballero de la Orden de Santiago, un hombre con sombra alargada, con sombrero para quitárselo al paso de una señora. Baltasar Orobio quiere ser de mayor un soldado de los de verdad, no como los de ahora, que solo son funcionarios de nivel medio preocupados por la soldada a principios, mediados y finales de mes, con el reto de desfilar bien rectitos en las procesiones de Semana Santa. Nada de eso, un soldado dispuesto a morir, no por causas ajenas y artificiales, sino por la excelencia de su persona, de su familia, de su país y de la civilización que se respeta a si misma y no se entrega al bárbaro por pereza.
Harto está Baltasar Orobio a su corta edad y estatura, de oír algunas majaderías a los adultos, del estilo de que todas las culturas merecen el mismo respeto, que todas las tradiciones valen lo mismo, que todos somos iguales y que no existen las fronteras. Él solo ve fronteras a su alrededor: no puede comerse el bocadillo de su compañero de clase porque no es suyo, está prohibido correr por los pasillos, no pasar, no hablar, no jugar con la pelota en soportales, no molestar al perro, no saltar la valla del chalé del comunista, no tirar de la hiyab a las niñas. Las fronteras están bien cuando las ponen ellos, mal si son las que defiendes tú. No le hace falta llegar a adulto para conocer la hipocresía de los listillos, las mentiras de los que niegan la existencia de la verdad, la caradura de defender lo ajeno frente a lo propio en público y hacer lo contrario en privado, la dejación de orgullo ante el extranjero, el sentimiento de culpa ante sus caprichos, el canguelo para la lucha.
Baltasar Orobio es un niño del Siglo de Oro al que le ha tocado vivir en el Estado del Bienestar, ese mal que derrocará al Imperio, que trae niños al mundo (pocos) apocados y pusilánimes, víctimas fáciles a manos del bárbaro venido de tierras lejanas y capaz de comérselos por los pies. No recrimina nada a los invasores. Hacen lo mejor para ellos mismos. Pero sí recrimina la pachorra de los invadidos. A Baltasar Orobio le divierte, aunque no lo entienda del todo, leer a Quevedo. Siempre se repite antes de dormir un par de citas suyas, y es que después del baño que su madre le exige cada atardecer, su mente bulliciosa tarda en encontrar reposo en esos sueños estúpidos de almohada que nunca se cumplen, ni falta que hace. Las dos citas le enardecen el noble espíritu a Baltasar Orobio: “El amigo ha de ser como la sangre, que acude luego a la herida sin esperar a que le llamen”. “El valiente tiene miedo del contrario; el cobarde, de su propio temor”. Le gusta también leer las heroicidades de los Tercios de Flandes, mucho más que hojear comics o libros fantasiosos. "¡Menudos vasallos si hubiesen tenido buenos señores!".
Baltasar Orobio es un niño esmirriado al que le gusta avanzar hacia el enemigo mirándolo a los ojos. Incluso los abusones del patio le respetan. Es capaz de recibir hostias con una entereza que acojona, como si le moviera una motivación más grande y enraizada que no permite vislumbrar a ojos de los necios.
Baltasar Orobio es un niño entusiasta que es bien recibido en los corrillos de la escuela y en el parque del barrio: respetuoso, participativo y sociable. Pero él se sabe solo. Y no le importa. Guarda esa soledad como un tesoro, cuidando que no se contamine con el cinismo o la resignación, de ese celo dependerá que llegue a ser el adulto que ya es en versión de pruebas.
Después de hacer los deberes, del baño y de cenar, se sienta un rato en el sofá junto a su padres: Carmelo Orobio y Pilar Satrústegui. Su padre le revuelve cariñosamente el pelo y le pregunta que qué tal el día. Baltasar Orobio Satrústegui contesta, con un solemne mohín, que su jornada ha sido de mucho afán.