Aún es noche cerrada. Son las cinco de la madrugada y Delhi duerme. Salgo del hotel y me encamino, como me ha aconsejado aquella muchacha española que dicen está loca, a un cruce de calles. “Cualquier cruce, en el viejo Delhi”, me ha dicho. “Y verás”.
Camino por solitarias calles entre depauperados edificios, mientras llega a mí el aroma alternado, a veces mezclado, de flores y detritus. Frente a un pequeño nicho horadado en la pared que alberga un yoni/lingam, un hombre enciende una lamparita, junta las manos y murmura una oración.
Unas cuantas cuadras más allá, me instalo en la esquina de un cruce que parece prometedor, sentándome pacientemente sobre una caja de madera apoyada en el descascarillado muro de una casa que en tiempos mejores debió ser blanca.
Delhi despierta suavemente. En la transparencia de una luz azul vidrioso comienzan los primeros sonidos. Crujidos de camas de cuerdas en las aceras, bajo los soportales, en cualquier sitio, pues parece vivir tanta gente en la calle como en las casas. El chasquido de los primeros movimientos de los habitantes de los humildes edificios que van saliendo a la calle que, lentamente, comienza a ser transitada, fundamentalmente por gente a pie, en bicicleta o rickshaw de horrísonos tubos de escape, todo ello regido por un muy ordenado caos.
Pasan dos hombres en una bicicleta. El de atrás, muy serio, en circense equilibrio, de pie sobre el portabultos,
De pronto recuerdo que no me he puesto repelente y los mosquitos me van a comer, pero enseguida me olvido, porque me arrebata la visión del renacimiento de un mundo. Todo comienza a vibrar ante mis ojos.
Se intensifica y aclara la atmósfera azulada. Comienza a hacer calor.
Frente a mí, en el otro lado del cruce, un tenderete de madera alberga un pequeño templo hindú, repleto de dioses diversos, que no falte de nada, aunque en el centro baila Shiva su eterna danza. Los oficiantes llenan el templo con guirnaldas de flores. De un magnetófono sale muy bajito una música. Nada de raga meditativo, ni sitar ni tablas. Una música tranquilamente alegre que induce a caminar, a actuar, a trabajar. Porque, contrariamente a la idea anglosajona de la pasividad oriental, aquí todo el mundo hace algo. Y con viveza y serio entusiasmo.
Aumenta el tráfico en el cruce sin que parezca existir un orden prelación o preferencia. Está prohibido enfadarse.
Los viandantes se detienen brevemente ante el templo y saludan ritualmente.
Las ventanas de los deteriorados edificios de no más de tres plantas se llenan de movimiento. Un hombre se asoma a una ventana para regar las plantas en recipientes variopintos depositados sobre un endeble balcón compuesto de simples tablas que no soportarían su peso, por lo que asoma medio cuerpo, en precario equilibrio, sujeto con una mano de una cuerda atada al dintel, mientras con la otra se estira peligrosamente para regar las plantas con un bote.
Frente a mí, en la acera contraria, dos mendigos en taparrabos aprovechan el agua de una fuente pública y se enjabonan mientras charlan animadamente. Agua sucia y jabón se extenderán alegremente sobre la acera sin que a nadie parezca molestarle.
Pasa un rickshaw cargado de cabras, no menos de diez o doce, que asoman las cabezas observándolo todo, mientras el viento hace ondear sus orejas cómicamente.
En otra esquina, procedentes cada uno de su lado, se van juntando hasta ocho miembros de una orquestina. Vestidos con raídos uniformes, portan sus respectivos instrumentos. Un rickshaw se detiene y proceden a montarse en él con ordenados y precisos movimientos, evidentemente muy ensayados a fuerza de costumbre, encajándose con precisión, uno tras otro, en el angosto espacio. Menos mal que son todos muy delgados. El trombón o tuba es, desde luego, un problema, porque, simplemente, no cabe. Es resuelto del siguiente modo: el titular desarma el instrumento en dos, entrega la parte de la campana al flautista. El trombonista monta en el vehículo y asoma por la ventana la otra sección del instrumento. El flautista encaja la campana en ésta de forma que queda en el exterior y, seguidamente, procede a montar y efectuar el último encaje. Toda la maniobra se ha efectuado con gran seriedad: la vida no es graciosa. El rickshaw parte quejumbrosamente.
Ya es pleno día. Todo bulle en una luz que ahora ha adoptado tonos rosas y dorados que ilumina el polvo en suspensión y, sí, la contaminación.
De pronto, noto que algo se mueve dentro de la caja en la que estoy sentado. Un anciano mendigo, vestido con andrajos, emerge por un extremo de la misma, -evidentemente usada como vivienda-, despaciosamente y se sienta parpadeando, apenas a metro y medio. Se percata de mi, sin duda, extraña presencia y su demacrado rostro inicia un gesto de sorpresa que enseguida interrumpe para regresar al hieratismo inicial, mientras observa la vida de la calle.
Se acerca un hombre vestido con un desgastado traje de oficinista y se sitúa frente al mendigo, haciéndole una breve reverencia. Lleva en las manos una pequeña bandeja de plástico y un vaso que el mendigo recoge. El vaso contiene café o té con leche y la bandeja un par de chapatis y unos vegetales en salsa. El oficinista vuelve a inclinarse, juntando las manos, y se aleja. El mendigo no ha cambiado ni un ápice su expresión ni mostrado el más mínimo agradecimiento.
Toma los alimentos y come, sin dejar de observar la vida de la calle. Esa vida.
Regreso al hotel, vibrando.
Vibrando.