Qué terrible,
confiar la entereza en el otro,
enseñarle por dónde apremian el relámpago y la espera; qué hermoso y terrible,
elegir dormir sobre su benevolencia, darle a Céfiro los puntales
de la alegría; qué atávico, contemplarse en servidumbre
y rendirse, más que al otro a una misma, y la espera,
qué terrible encarnarla
y rendirse.