A Eleuterio Torreblanca Martínez
se le vino una especie de escalofrío erizándole, como a gato en vigilia, el vello cutáneo que todavía potaba. Preciso se encontraba frente a la casa de su novia reverenciada, desnucando el tiempo en ver pasar a la gente para no sentirse culpable de que lo tuvieran allí plantado en espera de la dueña de su corazón. El momento aquél, que se repetía a diario, también servía para colgarse del recuerdo de épocas idas, mientras iniciaba la plática cotidiana de novios de antaño. Ahí, en ese instante congelado en el reloj del tiempo, le llegó la sensación fría y hasta antes de ese momento muy lejana, de la muerte misma.
Por ahí pasó, como parte ya de la inercia nocturna o de la escenografía del destino, doña Pomposa Gutiérrez viuda, según decía ella misma, del conde D’Aguilera, por lo cual ni más ni menos eso la convertía en condesa, la única en La Perla de Occidente, “y de las auténticas, no de las que compraron los títulos al Generalísimo, cuando la realeza estaba en bancarrota moral y económica; algunos hasta los títulos malbarataron. Yo no.”, notificaba sin tener a quien hacerlo, sólo al que se dejase por aquello de que hay que respetar a los ancianos.
En esa ocasión la divisó caminar, que más bien se asemejaba a un deslizar como una muñeca de cuerda mecánica. Ésa, como todas las noches, Pomposa vestía sus enormes naguas de terciopelo índigo, contratando con una blusa de un amarillo chillante mostaza, agrio, tirando a indefinido y una capa rala que bien pudo pertenecer al conde de Monte Cristo, sin olvidar el sombrero de plumas trespeleques dizque de faisán real: toda la indumentaria se encontraba curtida por el tiempo y las humedades rutinarias. Se miraba más calmosa que ayer, y arrastrando las deslizadas llegó al árbol medio, ignorando los laterales. Éste era un tremendo tronco bien plantado en un amplio cajete, elevándose como mástil de poderoso bergantín. Pomposa, la condesa del chi, acaricio el robusto tronco, se abrió de piernas abarcándolo también con los brazos para luego deslizarse lenta y cadenciosamente con el último paso de baile de la serie de los de La Macarena (canción de Los del Río), como quizás lo hubiera hecho a su bienquisto “conde-nado, porque hay que ver que D’Aguilera era un cabrón que con una facilidad cupideana y asiduidad donjuanina me hacía de chivos los tamales, muy seguido, muy, pero muy frecuentemente. En una de ésas estiró el fino y condeso calzado...”, dicen que dijeron unos que al parecer la oyeron decir. Esa noche, para no variar la que, para ella, parecía ya una milenaria rutina, miro tiernamente al milagro enramado, sobándolo con la húmeda mirada desde la base hasta la punta, centímetro a centímetro, con la delicia de una colegiala en pleno goce al engullirse un sabroso plátano macho capeado con leche descremada Nestlé espesa y dulce, todo a la vez, llegando más allá de dónde sus ojos podrían distinguir, una y otra vez, hasta el cansancio o el enfado, según se le quisiera ver; al fin de este rito, la condesa mostraba una cara de “mujer satisfecha” como un autor, con premio Nobel de literatura, escribió una vez. También, ya costumbre para la Pompo, su puntería mingitoria fue de lo mejor: ni una gota fuera del cajete. A Eleuterio, como nunca, también le dieron ganas de hacer chi. Pero se aguantó como ciudadano de primera.
Esa función no pasó desapercibida: a la Ramona el espectáculo aquel le causó un escozor casi placentero y húmedo en el bajo medio, y sin medir consecuencias se lanzó a confrontar a la condesa:
¾ ¿Cómo está su amado?¾ Eleuterio escuchó que preguntaba la hija más joven de Romelia Canseco, alias La Nomeolvides, a lapseudocondesa.
¾ Ay mija, tú sí que eres pendeja; yo, a tu edad, ¡imagínate! ¾ dijo la octogenaria con sonrisa pícara y voz franca ¾ ese árbol sabe mis secretos mejor que mi difunto esposo. Nos estamos secando él y yo, él por los humos de esta ciudad de mierda y yo, porque sí. Dichosa tú que eres pendeja y joven. Lo joven con los años se te quitará, lo otro: ¡ni volviendo a nacer! ¡Dios te guarde de un cabrón que se aproveche de ti!
Con espanto de una que ha recibido la maldición de La Malinche, Ramona se alejó despavorida, mostrando el arrepentimiento retardado y con una execración inmensa sobre la espalda y “lo peor” pensó ella, “quizá de por vida”. “Aunque... - viéndolo bien - añadióse Ramona ¾ ojalá que no sea mentira eso de que uno se aproveche de mí, y no sólo uno, sino que otro y otro y otro...”. Continuaba diciéndolo como letanía ad infinitum.
Para Eleuterio, esa escena parecía haberla vivido ya con anterioridad, sin considerar que cada noche que ahí esperaba, era una repetición, casi, del mismo trance. Sin embargo, esta ocasión era más especial, como si realmente la hubiera advertido una noche antes, y eso nunca le había sucedido; nunca. Trataba a toda costa de recordar el sueño de aquella noche, y le pasaba por la mente en forma casi completa como si fuera una pantalla monumental precisamente en el momento en que aquél desconocido y desencajado borrachales le pedía urgentemente un cigarro o en su defecto, “algo de cambio para tomar un pisto para esta resaca que me trae jodío...”
Hacía dos años, tres meses y dieciocho días, cumpliéndose ese sábado, para ser exactos y fieles a lo acontecido, que cortejaba a su novia Hortensia, adolescente pura, pura adolescente, quince años más joven que él, que a sus 31 abriles no podía pedirle más a la vida. Hortensia López nunca había tenido novio, o por lo menos eso le decía cada vez que tiernamente lo miraba a los ojos como para decirle a grito abierto mental que “¡Aprovéchate de mí, no seas ignorante!, ¿qué no ves que todavía soy virgencita?”, en efecto “algo muy difícil de encontrar” de acuerdo con el galanazo Eleuterio. Y nada, ni un tirito siquiera; este don Juan en tiempos de hambre se pasaba de caballero andante: a la Horte la seguía cautivando con sus modales de galán antiguo con romántica cortesía no existente en los jóvenes de ahora; definitivamente, a los jóvenes del hoy, “pobres cabrones depravados” decían, ya no los hacían como antes.
Eleuterio gozaba de una posición económica muy desahogada, gracias a seguir los consejos de su madre Imelda Torres viuda de Torreblanca, viuda de Rosas, y finalmente viuda de Salmerón, mujer enérgica en eso de criar a los hijos con palo y cuarta, y aguerrida en lo de empujar al cadalso a los medios naranjos: tres, y trabajando en el cuarto. Ella, madre abnegada, siempre aconsejaba al vástago para que no desperdiciara el dinero en gastos superfluos y engañosos. Por eso había ahorrado suficiente para poner un hogar...si sólo se animara a pedir la mano de Hortensia. Mucha responsabilidad. La verdad que le resultaba un paso demasiado difícil, considerando que ni siquiera la mano le había tocado y por lo cual, comentándole precisamente eso a su amigo Rumualdo, éste le había preguntado que, “¿eres puto, o qué chingaos contigo?”, cosa que al casi siempre centrado Eleuterio le había dolido hasta el tuétano, sobre todo viniendo de su amigo más apreciado en la vida. Que lo hubiera contado, cagado de la risa, en la oficina, no le importaba mucho, por eso ya también le habían comentado en uno de esos descansos cafeteros que los líquidos blanquecinos se le iban a hacer yogur por no sacarlos a pasear más seguido.
-Te aconsejo que te des una vuelta por la Red Zone.
-¿Para qué?
-¿Cómo que para qué?, para que veas algo de mundo y no llegues tan ignorante allá, a la buena hora, ¿pos luego?...
-No te preocupes tanto por mí.
-No lo hago por ti, lo hago por la Horte, pobre, lo que va a sufrir contigo cuando llegue la hora ta-ta-tiu y tú no sepas ni cuándo, cómo o por dónde. Imagínate que en lugar de entrar por el garaje entras por detroit. ¡No la jodas! Eso sería algo así como un crimen... ¿no? Después de todo ella sólo tiene...bueno es muy joven, ¿no?
-No te preocupes...
-
¿Qué cosa?
-Sería incapaz de hacerle daño
-Pero algún día habrá que hacerle la auscultación. Si no lo haces tú, por ahí otro le va a hacer la faena.
-No te preocupes.
-Y dale con lo mismo. Yo que tú...bueno, cada cual su cuento.
-Gracias de todas formas.
-
¿Y?
- ¿Y qué?
-¡Cuándo!
-
¿A qué te refieres?
-¡Cuándo es el amarre nupcial!
-No lo sé. Es mucha responsabilidad...mucha responsabilidad.
-No lo pienses mucho...la dama se puede cansar de esperarte...
- Ella es muy joven e inocente.
-¿Entonces sí es virginia? ¿Quintilín? Hummm... En estos tiempos la inocencia es un lujo que pocas tienen porque sale muy caro.
-Hortensia lo es, te lo garantizo.
-Uno nunca sabe...Pero bueno, es mucho mejor que te instruyas en donde sabes que vas a hacer huesos viejos: en la sacrocondenada estructura de la familia. Solo te quiero poner al tanto: por ahí en el barrio anda un borrachales que la sigue a doquiera que ella va, sin que ella se entere y ha jurado que se la va a follar a como dé lugar...Ponte listo...
Parecía mentira que en un santiamén se le vinieran los recuerdos a borbollones, como disco duro del mejor ordenador, ahí venía todo traído al presente. Y completado el instante de recordar casi todo su pasado, la plática en la oficina y sobre todo la parte del sueño aquel:
...luego, entonces, estando parado en su esquina, esperando a Horte, vio como la condesa de D’la Gran Vejiga regaba el árbol, luego Ramona preguntaba no sabía qué cosa; la dama de las noches húmedas respondía y se iba bamboleando. Después, sin certeza de cuánto después, pero dentro del mismo sueño, aquel borrachales se acercaba, le pedía un cigarro o “algo de cambio para tomar un pisto para esta resaca que me trae muy jodío”. Él, fiel a sus principios de avaro profesional le dijo que ni lo uno ni lo otro. El borrachín lo miró con desdén, frunció la boca casi como un remedo de sonrisa a la Mauricio Garcés, acto seguido, llevándose la mano a la cintura y de quien sabe dónde, produjo tamaño cuchillo de cocina sajona con el cual comenzó a desconectar todas las extremidades y extensiones del cuerpo eleuteriano; éste, ya fragmentado, todavía tenía fuerzas para gritar consternado y sin que nadie, pero lo que se dice nadie, se atreviera a hacerle frente al diestro carnicero mogollón, con su petición de lo del cigarro o de “algo de cambio para tomar un pisto para esta resaca que me trae muy, pero muy, muy jodío ”. Todavía en el mundo de Morfeo, Ele veía cómo, al siguiente día, el joven vende-periódicos gritaba desaforado “ ¡Hombre asesinado por no dar un cigarro o ‘algo de cambio para tomar un pisto para la resaca!’, y luego añadía “ ¡Aquí cerca en esta esquina, lo cosió a puñaladas un borrachales!”....
Eleuterio, conociendo acaso lo que venía e intentando cambiar el destino traidor, pensó más rápido que la luz y antes de que salieran las palabras de negativa torreblanquiana, se llevó la mano a la cartera y la sacó descubriendo una decena de tarjetas de crédito. El Niguas, nombre de batalla del borrachales, sólo se detuvo un momento para desdeñarlas, y más para decirle “No acepto tarjetas de crédito” y se fue, dejando a Eleuterio parado sobre un charco de líquido amarillento y apestoso.