“Como parte de este homenaje que hacemos los escritores del taller al maestro Panduro, quiero rememorar datos importantes de su andar por estos caminos”, con estas palabras inició el maestro Otilio Ramsés su intervención.
Y es que fue tan repentina su partida. Panduro tuvo suerte de nacer en estos tiempos; pues de hacerlo en otros, un raspón apenas o una pequeña infección intestinal, desembocaba en la muerte. Pero ahora, en pleno siglo XXI, Panduro tenía temor. Estuvo catorce días sin salir, a principios del azote de los contagios, creyendo que tenía el virus, pero la gripa se le acabó desde el tercer día.
Después siguió con su trabajo, pero bajó su ritmo y sólo por el miedo.
Constantemente Panduro vivía mil aventuras sacándole provecho a su oficio de cobrador, trasladándolas a sus escritos. Siempre comentaba que un escritor debía observarlo todo, lo cual a veces le cambiaba el ritmo a su vida. Si hacia su cobranza en la playa —cualquiera diría que no hay relación—, pero escribía un poema que luego se hacía acreedor del primer lugar en el concurso dedicado al mar.
Panduro obligaba a las letras a adherirse a su oficio, a sus espacios; platicaba sobre las colonias muy pobres, sobre la gente con carencias. Los perros por ejemplo, por andar sorteando en tantas calles, le eran muy recurrentes.
La poesía y los perros, fue uno de sus escritos, resultó interesante, porque en ellos idealizó a los canes. Un chihuahua abandonado, de plano se lo llevó a su casa, donde lo desparasitó y lo alimentó. Y como era un gestor social, solucionaba problemas de los parias, de los ancianos olvidados por sus familias, de los niños desprotegidos y los dementes sin atención.
Empezó a escribir en su natal Valles, San Luis Potosí. En los ingenios o fábricas que se dedican a procesar la caña; ahí se acomodó su afición de escritor; usaba los ratos de descanso luego de cargar los tráileres con los bultos de azúcar.
Escribía sus poemas y cuentos buscando siempre que tuvieran fuerza e imágenes poderosas. Pero también describía el amor pueblerino con sencillez, retratando los paisajes de su pueblo, los ríos y la vegetación de aquellos lugares de la huasteca potosina.
Un día sostuvimos una reunión en una red social; éramos varios escritores. Fue la última vez que vi a Panduro. Al siguiente día publicó en sus redes: “Me he contagiado del virus”; algunos comentarios fueron dándole ánimo, otros recurrieron a las bromas que el maestro agradecía; él solo contestó algunos mensajes, y los días pasaron. El celular lo dejó por ahí, arrumbado; quizá no tenía ganas, ni salud, para contestar ni siquiera las llamadas.
Recuerdo uno de sus poemas. Era sobre un reloj averiado que marcaba mal la hora, hasta quedarse detenido. Panduro pensaba que lo mismo ocurriría con su vida; cuando se le atrofiara la maquinaria, todo acabaría sin más, se quedaría detenido en el tiempo.
Eso pasó con su salud.
Contagiarse fue como si le entrara un producto extraño al motor y lo averiara. En su organismo, a pesar de ser una persona activa, aquel bicho llegó hasta sus pulmones desbalanceando su sincronía. Fueron quince días solamente los que duró con la enfermedad. El día quince, sin despedirse, suspendió la poca actividad que ya tenía.
Panduro escribía de provocar incendios con sus poemas, y con su muerte provocó un sentimiento de abandono. Se fueron sus letras, y allá donde ahora habita ¿seguirá escribiendo poemas, provocando llamaradas?
Los poetas hacen falta en este desierto, para volverlo fértil, para llenar de nubes el cielo, impregnar de paz los sitios donde hay tormenta, para traer el caos y distraer un poco a los deprimidos.
Con sus poemas, Panduro detuvo el ritmo de los histéricos, distrajo al suicida con sus cuentos.
Afecta mucho su repentina partida.
A Panduro se quedaron esperándolo los que lo apreciamos. Lo espera su familia para ese abrazo, sus lectores para la palabra de cariño; sus amigos los escritores para, al calor del café, saborear un poema; y lo aguarda aún un pequeño perrito que a nadie podría ahora importar, pero que a él le interesó tanto.
Ahora el perrito mira la silla vacía de la única persona que lo escogió para hacer de su poesía compasión y afecto; porque eso también sabía hacer Panduro, poemas vivos sin escribir ni una sola letra en la hoja blanca.